PARVULARIO*
“Monos,
archimonos, estúpidos, viles e inocentes,
con la inocencia de una puta de diez años de
edad.”
El Apando. José Revueltas
Cuento. Texto completo.
Autor: Elan Aguilar. *D.R.
I
Es
posible que uno ya lo traiga en la sangre, y no en la sangre que se hereda de
padre a hijo. No, en la sangre que ha sido derramada por todos nosotros, los
que nos pertenecemos por una misma causa, un mismo dolor, una misma carencia,
una misma injusticia. Eso de ser sensible ante el abuso de cualquier poder por
pequeño que este sea. Y seguro debe ser porque era muy pequeño y nadie me lo
había enseñado. Aquella ocasión, en que después de tres meses de haber iniciado
el tercer año escolar, llegó un nuevo director a la primaria “Cristobal Colón”
(pinche gachupín) y junto con él, su hijo. Lo primero que se rumoró era que
ingresaría en nuestro salón a pesar de no haber cursado el segundo año. De
primero a tercero: ¿Y eso se puede maestra Chepina? “Sí, el niño está
adelantado.” Le di el beneficio de la duda, sin embargo cuando se incorporó a
las clases demostró lo “adelantado” que se encontraba.
“Ramiro, menciona la capital de Durango.” “¿Puente de Ixtla?” “Ramiro, ¿quién
descubrió América?” “¿El cura Hidalgo?” Si este analfabeta está adelantado yo
debería estar ya en quinto grado, fue lo primero que pensé y después mi primer
sentimiento de coraje ante el abuso. Sobre todo ver la hipocresía de Chepina,
que ante tales errores no le llamó la atención a Ramiro y mucho menos le hizo
mofa ante el grupo como acostumbraba hacerlo con todos. Lo más grave que me
pareció fue mirar el silencio y el disimulo del resto de la clase porque
Chepina les había aleccionado antes de que Ramiro se integrará al grupo “Es el
hijo deeel director, trátenlo bien.” ¿Trátenlo bien? ¿Por qué vamos a hacer
diferencia si se nos enseña en la escuela que todos somos iguales? Por lo menos
entre niños mexicanos era lo que nos enseñaba la hipócrita de Chepina desde
segundo año con la Carta de los Derechos Universales de los Niños (Todavía no
se le ocurría algún idiota agregar –y las niñas- pues entendíamos que se
refería a los “niños” en general). Y sin embargo, también parece que se trae en
la sangre lo agachón y servil. La oportunidad de medio subsanar se presentó el
Día del niño (y la niña, época actual) cuando la Chepina se ausentó de la clase
porque “se encontraba haciendo los preparativos para el festejo” aunque desde
la ventana, los amigos y yo siempre la observamos sentada en la jardinera
fumando cigarros junto con el profesor de deportes y la maestra Venegas. Y no
es que tuviera la intención de hacerle pagar a Ramiro, las cosas se dieron.
Empezamos a jugar al “burro congelado” donde
se designa a uno para tratar de alcanzar a cualquiera del grupo y tocarlo,
quedando “congelado” y así con cada uno hasta dejar a todos quietos. Ramiro se
incorporó al juego sin
preguntar si podía hacerlo. Nadie lo tomaba en cuenta pero él tocaba a todo
mundo “congelado” “congelado” “congelado” hasta algunos detuvieron el juego y
preguntaron si aceptaban a Ramiro en el juego, dijeron que no. El sentimiento
de coraje en contra del director y Chepina al parecer no era yo el único y se
compartía de manera velada. “No Ramiro, ya estamos completos.” Se reanudó el
juego y “el hijo del director” continuó corriendo detrás de cada uno
“congelado” “congelado” “congelado” y yo aproveche para ir por una escoba
detrás de la puerta, de tres que había elegí una escoba hecha de varas secas. Y
yo me fui tras de él, dándole de escobazos “toma” “toma” “toma” “Te dijeron que
no jugabas ¿no entiendes?”, Ramiro después del tercer escobazo se fue a su
butaca llorando. Saltó de su butaca Leonor, la niña que se sentaba en primera
fila cerca del escritorio de la maestra a la que ponía a pasar lista y a quien
Chepina había asignado de manera directa como la “jefa de grupo”: “¡Ya le
pegaron al hijo del director! ¡Ya le pegaron al hijo del director! ¡Fue Orozco!
¡Fue Orozco!” Ganas de agarrar a escobazos a Leonor no me hicieron falta ¿Por
qué ese deseo de notoriedad si había sido evidente para el grupo los escobazos
y qué había sido yo? Que agradable fue ver a Pilar Montesinos levantarse de su butaca
y decirle a todos “Que nadie diga quién fue” “Nadie vio”. Y Moisés gritó “Todos
a sus lugares ahí viene Chepina”. ¿Qué paso aquí? ¿Quién hizo llorar a Ramiro?
Preguntó la maestra y todos callados excepto Leonor que me veía como un perro
de caza y esperaba paciente la orden del amo. Leonor, tú como jefa de grupo te
dejé a cargo, dime ¿qué sucedió?
“Maestra fue Orozco que le pegó con aquella escoba a Ramiro porque no lo
querían dejar jugar al burro congelado”. ¿Así que jugando mientras yo estoy
ocupada preparándoles el festejo del día del niño? Saben que está prohibido
jugar dentro del salón. Los que jugaron se quedan sin recreo. Leonor, me haces
la lista de los que se quedan castigados y no los dejas salir. Ramiro y Orozco,
acompáñenme a la dirección, dijo Chepina. ¿A la dirección? ¿Por qué? Si otras
ocasiones que ha sucedido lo mismo con otros niños lo único que ha pasado es
dejarlos sin recreo. Si ella misma, en segundo año, había hecho un semicírculo
con butacas y hecho pelear a dos niños delante de todos, sólo porque se le
ocurrió que esta era la mejor manera de que resolvieran sus diferencias. ¿Y qué
se supone que esperaba con llevar a Ramiro delante de su papá? Ya a mi corta
edad tenía la experiencia de ver conspirar a la autoridad a su favor. Al entrar
a la dirección lo primero que hizo Ramiro fue correr desconsolado a los brazos
de su papá. No habían sido los escobazos por los que lloraba porque únicamente
lo había azorado, era su orgullo lastimado de haberlo exhibido delante del
grupo que no tenía autoridad sobre nosotros, aunque yo era el único responsable
de lo sucedido.
Siéntese ahí, me señaló una silla el director y le dijo a Chepina: mande llamar
a sus padres. Nunca había estado en la dirección y el anterior director había
sido un amigo con todos, le gustaba recibirnos en la puerta de la escuela con
un saludo personal y nos despeinaba al pasar. Este nuevo director tenía un aire
de emperador romano detrás del escritorio, cómo aquél que había salido en la
película de Ben-Hur. Llegó únicamente mi madre, mi padre jamás asistía, era un
hombre de negocios. La maestra Chepina había llegado al pueblo de la Candelaria
sin esposo y con una niña cuando la Secretaría de Educación Pública le dotó de
una plaza con cuarenta y ocho semanales, alquilo una casa de dos plantas a dos
cuadras de la escuela que al cabo de dos años terminó comprando. Algunos decían
que por haberse “revolcado” un par de veces con el dueño y otros que con el
sudor de sus horas frente al grupo. Yo después de tomar sus clases imaginé que
debían tener razón los primeros, porque desde primer año que me dio clases,
todos los días, cuarenta minutos antes del recreo sacaba una caja de galletas
que vendía a cada compañero a cincuenta centavos la pieza, y si no le comprabas
te pedía revisar la tarea del día anterior, revisar tus apuntes de clase, o
pedirte que no te levantaras de la butaca hasta que tocaran la campana del
recreo y cualquier falta de lo anterior era motivo de dejarte encerrado en el
salón. Y llevaba de algún modo perfecta cuenta de quiénes eran los padres de
cada uno porque hacía diferencias de trato entre unos y otros, yo era uno de
los que menos llamaba la atención y me fiaba galletas, hasta que llegó el hijo del
director al salón. Ahí sentada frente al director y a un lado de mi madre, yo
sentado a la distancia como lo dispuso el director, cualquiera la observaba,
trataba de simular que se sentía afectada por tener que traer a mi madre y a la
vez dar una imagen ante el director de ser una maestra que estaba al pendiente
de la clase. El tipo que se hacía llamar director habló: “Señora, la hemos mandado
llamar porque su hijo agredió a un niño y lo tendremos que expulsar de la
escuela” mientras tenía a Ramiro entre sus piernas y le mesaba los cabellos.
Este comentario del director no lo esperaba yo, ni mi madre, menos Chepina. Mi
mamá no se dirigió al desconocido y viendo a Chepina con ojos de fuego preguntó
y cuestionó: ¿Por qué lo van a expulsar? El cuerpo también tiene su lenguaje
porque al ver el modo de preguntar de mi madre yo entendí “¿Quién dice que lo
van a expulsar?”. Chepina tuvo en pocos segundos una visión general de dónde
venía, quién era y qué quería porque rápido corrigió
-
Director, lo que hizo Orozco no amerita
su expulsión.
-
¿No me dijo que lo golpeó con una
escoba?
-
Era la escobita de varas que hizo el
conserje. Revísele la espalda y vera que no tiene nada. Ramiro lloró porque no
lo dejaban jugar. Son cosas de niños.
-
¿Entonces qué propone?
-
Llamarle
la atención y que esté enterada la señora de Orozco para que lo corrija.
-
Por esta ocasión señora Orozco no
expulsaremos a su hijo pero no puede quedarse hoy al festejo del Día del niño.
-
Director, deje que se quede. A pesar de
su travesura sigue siendo un niño y hoy es también su día.
-
Está bien, que se quede. Eso es todo
señora Orozco, se puede retirar.
Mi
madre se levantó sin mirarlo “Con permiso” y salió tomándome de la mano
“Vámonos”.
Al
cruzar la puerta de salida, la maestra Chepina le atajó el paso “Déjelo que se
quede, todos sus compañeros lo están esperando. Hoy es su día”. El rostro de
mamá no disimulaba su coraje aunque no sabía contra quién, le salieron unas
lágrimas y me dijo “Vete con tus compañeros y evita a Ramiro. Hasta luego
maestra.” Al regresar a la escuela el único de mis compañeros que me esperaba y
se mostraba preocupado era Raúl “El chato”.
II
¿Quién
quiere jugar a los Romanos? Pregunté
a todos mis compañeros del kínder en la hora del recreo, con mi casco de romano
puesto y la espada de plástico en la mano. “Yo”, “yo”,
“yo
también”, “¿cómo se juega?” Preguntó otro. “Se juega así, un grupo somos
romanos y
otro
grupo son esclavos. Los romanos perseguimos a los esclavos y los encarcelamos.
Los esclavos tienen que correr y no dejarse alcanzar. Los que atrapemos los
llevaremos a la celda que será el salón de música ¿Quién quiere estar conmigo?”
Todos levantaron la mano. “No, no pueden estar todos ¿A quién perseguimos? Los
que sean esclavos ahora, después les tocará ser romanos. Tú, tú, tú, tú y tú
serán esclavos. Los demás son romanos. ¡Ahora, corran! ¡Detrás de ellos!” Y
empezaba el griterío de todos, corriendo por todos lados los esclavos
despavoridos, yo me movía detrás de mis soldados, viendo a dónde se escondían
algunos y presto para desencadenar la furia del “emperador” o sea yo, contra
esos escurridizos esclavos. Fuuuaaa, fuuuaaa, fuuuaaa, zumbaba mi espada gris
contra la espalda de apolinar. “Ay, no tan fuerte. Me doy.” “Gustavo, llévalo a
la celda” “¿Cuál celda?” “Al salón de música Gustavo, rápido que nos faltan 3 y
se acaba el recreo. ¡Vamos, allá se esconde José Luis! ¡Corran!” Allá iban
prestos mis heraldos y yo detrás de ellos con paso firme. “Ya lo tenemos ¡Por
acá!” Me gritaron desde el salón uno A. ¿Por qué te escondes esclavo?
Preguntando y dando, fuuuaaa, fuuuaaa, fuuuaaa. “Me rindo. Me rindo.” Fuuuaaa.
“No te rindas tan rápido. Carlos, llévalo al salón de música.” A la distancia,
un tercer esclavo veía la escena de la captura, y Guillermo gritó “Me rindo”
entrando sólo al salón de música. Faltaba uno. Con ese desquitaría la astucia
de Guillermo de salvarse de los azotes de mi espada gris. “Sssh, ya lo
encontré. Está escondido detrás del piano del salón de música” dijo Rubén. Ese
esclavo era
Raúl “El chato”. “Que no se nos escape. Ustedes dos por este lado. Ustedes por
este otro.” Y
a los detenidos les hice una seña con la espada de que guardarán silencio.
“¡Ah! Te tenemos.” Estaba por levantar la espada cuando Raúl “El chato”
preguntó “Yo soy el último ¿Ahora a quién le toca llevar el casco y la espada?”
Sin pensarlo dos veces respondí “Yo los seguiré llevando. Cambian sólo los soldados a esclavos.” “Ven, se los
dije. Él nos va a azotar a todos. ¿Y quién va a castigarlo a él? ¡Todos contra él!”
Sentí un nudo en el estómago pero blandí la espada contra “El chato” por darles
ideas, fuuuaaa, fuuuaaa, fuuuaaa. Y a correr. Corrí como nunca. No me daban
alcance, de un salón a otro, tocó el timbre del recreo, se había terminado,
pero ellos hicieron caso omiso al llamado, seguí corriendo, salí al patio, la
resbaladilla, por el columpio, por el sube y baja, por el caballito de resorte,
lo que encontraba a mi paso se los tiraba a los pies, un bote de basura, una
escoba, una mesita, una silla, la profesora Hilda gritó a lo lejos “¡Niños que
hacen! ¡Métanse al salón ya!” Pensé que ya me había salvado de su ira cuando
nuevamente “El chato” comentó “Ya se va a cansar. Hay que darle pamba entre
todos.” En medio de la lluvia de puños cerrados sobre mi cabeza, sentí gran
impotencia, no de sentirme humillado sino de no poder decirle a la maestra
Hilda la gran hipócrita que era, cuando momentos antes les pidió que se
metieran al salón y ahora estaba parada ahí, viendo sonriente, permitiendo, que
me golpearan en bola. De vuelta al
salón al pasar junto a Hilda me comentó “Deja de molestar a tus compañeros, ya
ves lo que puede
pasar.” Pensé por un momento que ella le había dado la idea a los demás, pues
me pareció observarla parada viendo la escena, todo el tiempo, desde que
empezaron a corretearme. Casualidad o no, al salir de clases le pregunté a “El
chato” de quién fue la idea de darme pamba “Yo fui” dijo, y me desquite con él,
y se volvió inseparable, literalmente.
III
Raymundo
Abarca apareció en sexto año, y nunca tuve interés de saber su procedencia, si
era del grupo B o C, si del turno vespertino o se incorporaba de otra escuela.
Me llamó la atención su edad y su estatura, nos llevaba en promedio seis años y
treinta centímetros más alto. Llegando la feria al pueblo Raymundo nos
preguntaba:
- Vino el teatro Robalsa. ¿Van a ir el fin de
semana? Vayan en la función de la noche si quieren ver pelos.
-
¿Pelos? Quién diablos va a gastar su
dinero por ver pelos.
-
¿Qué no sabes? ¿O te haces guey?
-
Claro pelos, cómo no voy a saber ¿O de
qué estamos hablando?
- Por eso, vayan. Te dicen que no entran
menores de edad pero después de las ocho y cuarto a todo mundo dejan entrar.
Mis
amigos le daban el avión o eso creía porque después que regresaba a su lugar,
le preguntaba a Jorge Cárdenas:
- ¿De qué pelos hablaba Raymundo?
- Tu dile que sí y ya.
A
la siguiente semana Raymundo nos platicaba:
- ¿Por qué no fueron? Se puso bien chingón.
¿Han visto a la chava que cobra en la taquilla? Pues esa a las diez de la noche
salió bailando “noches de gardenia” y se fue desvistiendo poco a poco. Sí.
Empezó a bailar y fingía quitarse la blusa, dos, tres veces cuando la gente le
empezaba a gritar ¡Qué se la quite! ¡Qué se la quite! ¡Qué se la quite! Y se la
quitó. Quedó con su sostén, una falda corta y sus zapatos dorados. Todos
aplaudieron. ¿Conocen a Ramón “El chiquilín”? Ya saben que es halcón ¿no?
-
¿Halcón? No. ¿Qué es ser halcón?
-
Es asesino. Dijo Alberto Castillo
-
¿Asesino? ¿Y por qué no lo detienen? Volví a preguntar.
- Trabaja para el gobierno, contestó nuevamente
Alberto.
- ¿Quieren que les siga platicando? ¡Cállense cabrones! En primera fila estaba el
pinche chiquilín y era el más desmadroso. Cuando se quitó la blusa y se quedó
en sostén la güera,
el
chiquilín gritó “Qué chingonas ubres mamacita ¡Más grandes que las de mi vaca!”
Todos empezaron a reír. Y empezaron los gritos de ¡Falda! ¡Falda! ¡Falda! La
chava empezó a caminar de un lado al otro del escenario y simulaba quitársela
hasta que nuevamente la gente volvía a gritar ¡Qué se la quite! ¡Qué se la
quite! ¡Qué se la quite! La chava se bajó la falda y quedó en ropa interior. El
chiquilín volvió a gritar “¡Si así está la vereda cómo estará el camino!
¡Peluda aunque me atore!” Y ya saben todos riendo.
- ¿Qué es eso de la vereda y el camino?
Pregunté inoportunamente.
-
No te hagas pendejo Orozco. Luego te explico. Y la güerita que se quita el
sostén, no mamen, unos pezones bien rositas, parecían dulces. Y todos empezaron
a silbarle fiuuu, fiuuú. Y el pinche Chiquilín se paró cerca del escenario y
con una mano se restregaba la
bragueta.
Ya estaba bien caliente el guey. Y qué empieza a azuzar el avispero ¡Qué se
quite
el
calzón! Y todos ¡Qué se lo quite! ¡Qué se lo quite! ¡Qué se lo quite! Y la
güera aparentó retirarse del escenario, asomando su cara por la cortina y
volviéndose a esconder cuando dejaban de aplaudir, la tercera vez el chiquilín
les gritó a todos ¡Aplaudan fuerte, culeros! ¡¿No quieren ver pelos?!
¡Aplaudaan! Y todos en chinga aplaudiendo, que sale la güera al escenario, fue
a pararse a la orilla del escenario, y de un jalón que se quita el calzón, se
lo pasó entre las piernas dos o tres veces y le daba vueltas en su mano
¡Aviéntamelo mami! Le gritó
el chiquilín ¡Aviéntamelo o subo por el! Y no sé si le gustó el chiquilín o fue
por miedo a que cumpliera su palabra pero le arrojó el calzón y se fue del
escenario. Mientras el chiquilín se ponía el calzón de máscara y volteaba a ver
a todos levantando los brazos mientras se carcajeaban. Entre semana también hay
función por si quieren ir. Aguas ahí viene el profe.
Llegó
el fin de curso y todos estábamos con la expectativa de quién saldría de la
primaria para ingresar a secundaria y quiénes se quedarían a repetir el sexto
año. Y varios de nosotros teníamos cierto morbo más por saber quiénes serían
los reprobados que por nuestra calificación final. El maestro Eufemio empezó a
leer uno por uno el nombre y el resultado de los exámenes que tenía en el
escritorio:
-
¿Alberto Castillo? Tienes siete punto cinco.
¿Manuela Betanzos? Tienes ocho.
Y
así cada que iba mencionando a uno por uno, nos volteábamos a ver y
felicitarnos a la
distancia
con el dedo levantado, cuando preguntó:
-
¿Quién es Raimoco Albaca? ¿Nadie? ¿Alguien conoce a Raimoco? Bueno, lo dejaré
al final.
Y
todos nos mirábamos preguntándonos si era una broma del profesor o quién sería
Raimoco. Terminó de leer todos los resultados, todos habíamos pasado el último
examen y sólo faltaba uno, todos volteamos a ver a Raymundo. El profesor le
pidió que se levantará de su asiento y pasará al pizarrón.
-
¿Puedes escribir tu nombre en el pizarrón, por favor?
Y
Raymundo empezó a escribir: R a i m o c o cuando empezó a llorar. El profesor
continúo:
-
Muchas felicidades a todos. Han terminado un ciclo en sus vidas y les
deseo que puedan terminar el siguiente. El único que repetirá sexto año es
Raimoco Albaca. Se pueden retirar. El lunes nos vemos en el festival de
clausura.
El
maestro se retiró del salón y el grupo de amigos nos acercamos con Raymundo
para tratar de consolarlo. Se cubría el rostro. Nos pusimos alrededor de él.
Nadie sabía que decirle o si sabían nadie lo decía. Con la mirada nos dábamos
la palabra pero nadie la tomaba. Alguien empezó a decir unas palabras y como en
un rosario, todos íbamos repitiendo lo mismo: no te preocupes;
un año se pasa rápido; seguirás siendo nuestro amigo. El sólo contestó: “Ya no
seguiré estudiando”.
IV
Diez
y media de la mañana, la hora del recreo. Siempre una agradable sorpresa ir a
buscar a mi madre o a la empleada doméstica al portón de la escuela, ¿qué
traerán de desayuno? Unos chilaquiles con un huevo estrellado, telera y agua de
limón; unos tacos de cecina con tira de nopales asados, rodaja de limón y agua
de Jamaica; unos huevos revueltos con jamón, frijoles refritos, tortillas y
agua de naranja; o simplemente un par de tortas o de sándwiches con rebanada de
queso amarillo o manchego, lechuga, jitomate, aguacate, cebolla y jamón, queso
de puerco, de cabra, tocino frito o salami; un recipiente de plástico pequeño
con sandía, mandarina, tuna, uvas, papaya, manzana, toronja, guanábana, zapote,
granada, o cualquier otra fruta de temporada. Siempre esperaban a que comiera
la fruta primero para llevarse la vasija y despedirse. Estaba en cuarto año
cuando Salomón, mi compañero de butaca, nos quedamos en el salón para disfrutar
nuestro desayuno, abrí mi bolsa de papel y descubrí una gorda torta de huevo
revuelto con chorizo, y Salomón suspiró: “Qué rico huele el chorizo”. Él
abrió su morral y sacó un descomunal bolillo envuelto en dos servilletas, se me
hizo agua la boca de imaginar todo lo que podía entrar en ese enorme pan.
-
Salomón ¿Quieres cambiar tu torta por la mía?
-
No.
-
¿Por qué no? ¿No dijiste que te gusta el chorizo?
-
Si, me encanta el chorizo. Pero no creo que a ti te guste la mía.
-
Huele bien. ¿De qué es?
-
No te va a gustar. Cómete la tuya. Provecho.
Y
Salomón amagó con darle tremenda mordida, a esa belleza de virote y no lo podía
permitir si existía una posibilidad de que cambiara con la mía, lo detuve del
brazo con que sostenía tal colosal hogaza.
-
Salomón, vi como saboreaste el olor de mi torta ¿por qué no la quieres cambiar
por la tuya?
-
Porque no te va a gustar la mía.
-
Pues eso es cosa mía. Muéstrame de qué esta rellena.
-
Bien, te mostraré y comemos.
Abrió
el pan y me mostró. Nunca había visto algo similar y tampoco me imaginaba la
cantidad de ingredientes con los que uno se puede hacer una torta: estaba llena
de rajas de
chile
en vinagre y esparcido, como confeti, pedacitos de queso duro. No sé qué cara
debí hacer pero Salomón dijo:
-
Ves, te lo dije. No te iba a gustar. Provecho.
-
No, espera. Tu torta esta riquísima. Por favor, toma la mía. A mí no me dejan
comer chile en la casa. Pero no le digas a nadie porque me pueden hacer burla.
Y esta es mi oportunidad. ¿Cambiamos?
-
Bueno, si es así, cambiemos. Toma.
Jamás
había comido tanto picante a la vez, de hecho nunca lo pedía y no me gustaba.
Pero después de comer, quizá una lata entera en la torta de Salomón, las
apuestas entre el chato,
el
enano, el papas, Raymundo, el pollo y yo, de quién era el más valiente en
comerse el chile en vinagre más grande fueron siempre, apuestas ganadas. Al
llegar el mes de diciembre, nos propusieron en la escuela realizar un cambio de
regalos, se repartieron papelitos con los nombres
de cada uno y se tomaría uno, el nombre escrito sería a quién te tocaría
regalarle. Se mencionó que lo que importaba era el detalle y no el objeto en
sí. Me tocó Salomón y eso era mejor que haberme tocado una mujer porque siempre
resulta complicado saber que le puedes obsequiar, si le gustará o no. Y ahora,
antes de llegar a casa a decirles a mis padres que podía regalar en un
intercambio, ya llevaba en la cabeza una lista: un cuaderno, un lapicero, una
caja de galletas surtidas, una mochila, un juego de colores, una lonchera, y
hasta en regalarle un kilo de chorizo pero mis padres dijeron que no sería
apropiado como regalo. Llegó el día de entregar los regalos, yo deseaba que
fuera una compañera sólo por saber que se les ocurría para regalo a un hombre.
Sin embargo, en el momento que la maestra dijo: “Busquen a quién les tocó y
entreguen sus regalos.” Salomón volteó a mirarme y me extendía un paquetito en
vuelto en papel estraza.
-
¿Esto es para mí? ¿Quién te tocó? Pregunté.
-
Tú.
-
¿En serio? Jajaja. Pues a mí me tocó regalarte a ti. Toma. Ábrelo. Espero te guste.
-
Yo también espero te gusté. Y discúlpame, me hubiera gustado regalarte algo
más.
Abrió
su regalo: un cuaderno de raya profesional, un lapicero, una goma, un
sacapuntas, una caja de colores y una caja de galletas. Abrí el mío: un jabón
de baño.
-
¡Excelente amigo! Hoy lo estreno llegando a casa, le dije. Sabía que ese regalo
que me estaba haciendo era con el corazón.
Salomón
además de ser siempre callado, muy estudioso, siempre puntual, pulcro, sabía
muchas cosas. Como aquella ocasión en que al estar buscando la goma de borrar
dentro de la mochila, me corte con la navaja que utilizaba para sacar punta a
los lápices.
-
Chin, ya me corté. Maestra ¿Me da permiso de ir al baño a lavarme?
-
Ve Orozco.
-
Espera, dijo Salomón. ¿Quieres curarte rápido? -Asentí con la cabeza-. Entonces no te laves.
Vas al baño y te orinas sobre la herida.
-
¿Me orino sobre la herida? Pregunté en silencio.
-
Sí, hazme caso. Si no tienes ganas de orinar, yo te acompaño. Cualquier orín
sirve.
-
Está bien. Yo lo hago, no te preocupes.
Y
ciertamente, la herida dejó de sangrar y al tercer día mi dedo estaba
cicatrizado. Salomón
se
volvió un referente, no le gustaba jugar los juegos del resto, si, en ocasiones
pesados, nos empujábamos, nos llenábamos de agua, nos tirábamos tierra, nos
correteábamos, nos escondíamos
los cuadernos, las mochilas, los lapiceros, hacíamos guerritas de bolas de
papel y Salomón nunca participaba. Lo estimaba y nunca le pregunté por qué no
se unía al juego. Al final, pasábamos juntos la hora de clase. Pasamos a quinto
año y volvimos a compartir la misma banca en el salón. Un lunes, el día que
estábamos conmemorando el Día de la Bandera, la formación de los alumnos en el
patio era similar al de la clase, cada uno al lado de su compañero. Ahí estaba
junto al relamido Salomón, que antes de iniciar sus toques la banda de guerra
me dijo discretamente:
-
Estoy preocupado. Mi madre ya lleva unos días enferma. Hoy deseaba quedarme con
ella pero no me permitió. Me dijo que no podía faltar a la escuela. Me abrazó y
me dijo que siempre me portara bien. Quisiera estar con ella.
-
No te preocupes. Tu siempre te portas bien. Eres el mejor de la clase Salomón.
Tu mamá va a estar mejor. No te preocupes.
No
sabía que más decirle. Y tampoco sabía que tan enferma estaba su mamá. Pero la
manera en que me lo dijo me mortificó. Tenía once años y él doce. La banda de
guerra empezó a tocar. Izaron la bandera. La maestra de quinto se acercó a él y
le hizo señas de
que
le acompañara. Salomón abandonó la formación y a la distancia la maestra le
comentaba algo al oído y después le abrazó. Salomón dejó a la maestra parada y
regresó a su
formación. Saludaba a la bandera, con la cabeza agachada mientras lloraba.
-
¿Qué pasó Salomón? ¿Estás bien?
-
Mi mamá murió, me dijo mientras continuaba con el saludo a la bandera.
La
muerte, por primera vez la escuchaba de cerca. Sentí un escalofrió. Una gran
pena por mi compañero. Nada tenía sentido en esos instantes. Su mamá muerta, la
banda de guerra tocando, los profesores parados junto a sus grupos en
solemnidad, el director izando la bandera, trajeado, perfumado y ajeno, la
profesora sólo había llegado a dar una terrible noticia y Salomón seguía ahí
parado, llorando la muerte de su madre y saludando a la bandera. Y yo sin saber
qué hacer. Dejé el saludo y me acerqué a Salomón. Lo abracé. Miré a mis
compañeros y les dije: murió la mamá de Salomón. Raymundo, Alberto, Jorge,
Raúl, Javier, Emilio, Rosario, Juana, Clemencia y Gloria se acercaron para
hacer un círculo alrededor de Salomón. La muerte se llevó a la mamá, y a Salomón
de la escuela. No lo volví a ver en la primaria.
V
¡Aguas,
ahí viene Genrruchito! Gritó Raúl en salón y todos corrimos a nuestros lugares.
Genrruchito era el apodo del maestro de educación física, un hombre corpulento,
un metro con setenta y cinco de estatura, de tez blanca, pecoso, cabello pelirrojo y
siempre vestido con playera o polo de algodón blanca y un short demasiado
corto, calcetines y tenis, y tal vez cuando lavaba los tenis, de zapatos de
vestir negros. Era involuntario reir delante de él y le molestaba bastante
cualquier atisbo de burla y un buen golpe en el hombro o jalón de oreja a quién
se atreviera a decirle Genrruchito en su cara. ¿Dónde dejó la andadera profe?
Le preguntó Paco El ostión y toda la clase se carcajeaba. Ven Paco, ayúdame a
pasar lista, dijo el maestro. Y Paco confiado se acercaba al escritorio y
Genrruchito teniéndolo cerca le propinaba
un coscorrón con el nudillo del dedo medio. Claro, después le dejaba pasar
lista a Paco con los ojos llorosos del dolor.
-
Hoy vamos a empezar con las prácticas de los festejos de los quinientos años
del descubrimiento de América, comentó Nicandro, que era el nombre del maestro
de Educación Física
-
Profe Nica, se me olvidaron…
-
¿Nica, qué?
-
Profe Nicandro, se me olvidaron…
-
¿Profe, qué?
-
Profesor Nicandro, se me olvidaron…
-
Así deben expresarse jóvenes, con propiedad. Y tú Alberto y los demás que hayan
olvidado sus tenis, el short, o la playera pueden salir con zapatos, pantalón o
la camisa del uniforme ¿entendido?
-
¡Si, profesor Nicandro! Respondió en coro el grupo.
En
el grupo “A” con cuarenta y ocho
alumnos, siempre se perdían quince minutos en el pase de lista. Y quién sabe
porque motivo siempre les gustaba tomar a nuestra clase de conejitos de indias
para todo evento: la banda de guerra, la guardia de honor, el o la declamadora
en cualquier festejo, la selección de futbol, basquetbol, voleibol,
participantes de concurso de ciencias, y ahora saldría de aquí Moctezuma,
Hernán Cortés, Cristóbal Colón y la Malinche, en ese orden dijo Genrruchito. Y
no lo pensó dos veces, empezó por la Malinche.
-
Hilda, tú vas a hacer de la Malinche.
-
¿Yo profe?
-
¿Yo, qué?
-
¿Yo por qué profesor? Mejor Sonia que es más inteligente. Yo ni sé quién es la
Malinche. Y no creo que le guste a mi mamá que salga de Malinche.
-
De que le guste a tu mamá yo me encargó Hilda, no te preocupes. Así que pásate
de este lado.
En
cuanto supe que Hilda sería la Malinche, deseaba ser escogido como Hernán
Cortés
pero
no sabía cómo decirlo sin que fuera obvio mi interés. Nicandro después de
recibir la respuesta de Hilda, la pensó dos veces para elegir al resto y optó
por preguntar.
-
Los que deseen participar como Moctezuma, Hernán Cortés y Cristóbal Colón que
levanten la mano.
De
inmediato levanté la mano y también Raúl “El chato”, Paco “El Ostión”, Jorge
“Calmitas”, José “El loco” e Israel “El charal”. Sobraban.
-
Mmm. Esta ocasión voy a escoger a los más altos. Pasen de este lado, Orozco,
Jorge e Israel. Los demás pasen con la maestra Purificación para que les enseñe
su rutina, indicó Nicandro.
Me
imaginaba la escena a lado de Hilda, pues algo había leído sobre la relación de
Hernán Cortés con la Malinche. Cuando la voz de Genrruchito me distrajo.
-
¿Si escuchaste Orozco?
-
¿Qué profesor?
-
¿Qué, qué?
-¿Qué
si escuché qué cosa, profesor?
-
Lo vuelvo a repetir, Jorge será Cristóbal Colón, Israel será Hernán Cortés y tú
Orozco, serás Moctezuma ¿entendido?
-
Profe ¿No puedo ser…
-
¿Profe, qué?
-
Profesor ¿Y no puedo ser yo Hernán Cortés?
-
Tú serás Moctezuma y punto ¿entendido?
-
Entendido profesor.
Era
mejor decirle que sí a todo o atenerse a un buen golpe con su puño en el hombro
y decía que los daba despacito pero parecía no estar consciente de sus ciento
diez kilos de peso, aunque él siempre decía que pesaba ochenta. Genrrucho
continuó hablando a los demás. Nos mostró la rutina y ciertamente mis dudas se
volvieron realidad, El Calmitas caminaría con un pergamino en una mano y en la
otra un globo terráqueo, yo con un bastón y un gran penacho, e Hilda caminaría
de la mano con El Charal ¡todo el tiempo! Deseaba
en esos momentos mejor renunciar a mi papel y pedir un reemplazo. Ser uno más de
utilería o si no se podía, por lo menos hacer mi personaje el más dramático. Me
acerqué con Genrruchito.
-
Profesor Nicandro ¿Y también vamos a hacer la escena de cuando le queman los
pies a Moctezuma?
-
No Orozco, no la vamos a hacer.
-
¿Y por qué no? Eso fue parte de la historia o lo que se dice que sucedió. No
entiendo qué vamos a festejar.
-
Vamos a festejar ¡E l d e s c u b r i e n t o d e A m é r i c a! ¿Entendido? ¿O
quieres que lo repita?
-
No, ya entendí profesor. Vamos a cumplir con un requisito más que les pide la
SEP ¿No?
-
Así es Orozco. Ahora que ya lo entendiste deja de darme lata y ve con tus
compañeros.
-
Okey. Pero ¿No me puede cambiar con El Charal? Me gusta más Hernán Cortés y el
traje que le van a poner. Yo tengo que venir de huaraches.
-
Mira Orozco, es obvio que te gusta Hilda. Pero si estás interesado, debes
decírselo a ella directamente ¿Me entiendes?
-No.
-Toma
para que entiendas. Y Genrrucho me dio un tremendo golpe en el hombro con su
nudillo que me sacaron las lágrimas.
A
partir del momento que empezamos nuestras rutinas de los festejo del
descubrimiento de América, el grupo empezó por su cuenta a llevar a cabo en el
salón de clase lo que no estaba en el libreto: la mesa de los sacrificios.
Tomados al azar, cualquiera que pareciera descuidado, era candidato para ser
ofrecido a los dioses de Aztlán. Pedro “Paletas”, que su papel en la puesta en
escena le tocaba ser un miembro de la tribu que rendía pleitesía a los
caminantes rumbo al templo mayor, era de los más entusiastas en practicar a
cada hora la mesa de los sacrificios. Nadie se salvaba. Hasta aquellos que
parecían los más indefensos como Orlando “El periquito”. Orlando se había
ganado el apodo desde la escuela inauguró sus nuevas instalaciones. Un par de
edificios de tres pisos y un salón amplio y techos altos que sería utilizado de
laboratorio dijeron. Son las instalaciones nuevas, de seguro dejarán a los de
tercer año
allá y que sea la primera generación, fue lo que pensamos. Pero nuevamente, los
conejillos de indias: “Jóvenes, a partir de la próxima semana se presentan a
ocupar las nuevas instalaciones, cada salón estará indicado con un papel en la
puerta a que grupo le corresponde.” Comentó el director. El tercer piso, el
salón de la esquina. Y al lado del edificio, la barda a medio construir que
daba a una calle de terracería, y enfrente la casa de
la señora Chole, que supe posteriormente que así se llamaba cuando empezó a
vender tostadas con chile búfalo, palomitas con chile piquín, rebanadas de
mangos verdes que cortaba de su patio y que dos o tres veces nos metimos a
hurtadillas a cortar, tacos dorados con salsa de chile habanero, quesadillas
doradas de untadura de papa y chiles en vinagre y sus famosas semillitas
tostadas del que Orlando era el acaparador de su producción cada día. Podía
dejar de comer y de beber pero su ración industrial de semillas de doña Chole
no le podía faltar. Regresaba del recreo y las horas de clase que faltaban
antes de salir de la escuela, Orlando se la pasaba despepitando las semillas y
tirando las cascaras en el suelo. Era una alfombra blanca alrededor de su
butaca, el piso se perdía. Se ponía triste o serio si doña Chole no llevaba
suficientes. Luego por molestarlo, el grupo de amigos a la hora del recreo,
salíamos corriendo al puesto de Chole para comprar todas las semillas. No
entendíamos aquel amor que Orlando profesaba por las semillas de calabaza hasta
el día que lo vimos con lágrimas en los ojos porque tres días seguidos le
hicimos la misma travesura. Alguien dijo “Debió
ser un perico en otra vida.” Y de ahí le nació su apodo a Orlando, “El perico”.
-
Ahí viene Orlando, ¡abusados! Dijo Pedro
Y
al entrar al salón, todos los compañeros tomaron a Orlando, unos de los pies,
otros de las
manos,
y lo llevábamos cargando hasta el escritorio mientras otros se encargaban de
irle quitando al sacrificado, prenda por prenda delante de todos, cinturón,
camisa, playera, agujetas, reloj, calcetines, zapatos, la víctima de la mesa de
sacrificio entre risa y empujones cooperaba, hasta el momento en que sólo
quedaba el pantalón y empezaba a bajárselo, todos aguantábamos la broma, pero
muchos no permitían quedarse sin pantalones delante de las compañeras de salón,
que en ocasiones reían y en otras, a coro pedían “¡Que se los quiten! ¡Que se
los quiten!” Orlando aguantó y se quedó vestido únicamente con su trusa. Cuando
lo soltaron, antes de vestirse, empezó a repartir patadas, todos riendo huíamos
y algunos gritaban “¡Enloqueció el periquito!”
VI
Era
el día del estudiante y también el día del examen de biología, todos sabíamos
que era parte de su “personalidad” del profesor Carlos. Quién sabe porque
razones miserables alguna gente,
no importa dónde, cuándo, cómo, trata de ser un personaje, y característico,
con problemas de alcoholismo. Carlos siempre, sin excepción, entraba al salón
de clase con gafas oscuras y masticando chicle, pero el olor a alcohol, casi la
mayoría de las veces, destilaba de su cuerpo. Ese día planeábamos irnos de
pinta de la escuela porque no nos festejaban el día del estudiante, según por
ser menores pero tampoco permitíamos que nos celebraran el día del niño porque
ya no lo éramos. Así que terminando el examen nos iríamos a un terreno con un
gran estanque de riego que utilizábamos de alberca. Todos nos miramos y al
parecer teníamos la intención por primera vez de reportar al profesor ante la
dirección, de presentarse con aliento alcohólico. Alguien se acercó y le dijo:
-
Profesor Carlos ¿Se fue de fiesta anoche?
-
Vete a tu lugar, sino quieres que te repruebe.
Se
levantó Jorge, Alberto, Orlando, Pedro nos hizo señas de apoyar, y nos
acercamos al profesor.
-
(Jorge) ¿A quién va a reprobar profe?
-
(Pedro) Huele a alcohol profesor ¿Tomó?
-
(Todos) Hoy es día del estudiante, denos chance profe.
-
(Carlos) Está sencillo el examen. No tardaran. Váyanse a sus lugares, sólo
quédate tú Pedro. Ahora va con ustedes.
Habló
Carlos con Pedro por unos segundos y luego Pedro empezó a repartir los exámenes
escritos
a cada uno, mientras decía al entregarlo “Carlos Biología”, “Carlos Biología”.
Nos hacía señas para que miráramos las hojas del examen, era de opción
múltiple, abcd, abcd, y luego mnro, mnro, klmn, klmn, y empezó el murmullo
mientras el profesor cabeceaba en su escritorio “La respuesta es Carlos
Biología.”
Por
única vez, el grupo de amigos éramos los primeros en entregar el examen y salir
del salón viendo al resto sobre los hombros. Mientras, fuimos esperando a cada
uno en el punto de reunión: la barda donde vende doña chole. Nos brincamos la
barda y nos fuimos directo a nuestra quinta, que consistía en un gran terreno
bardeado y una enorme pila de cuatro metros de largo por tres de ancho y metro
y medio de alto. No daba aún el medio día y Pedro “Paletas” preguntó si alguien
quería algo de la tienda, todos dijimos que sí, “Pues apoquinen con todo lo que
traigan yo se los traigo” y quedaron limpios los bolsillos. Regresó con
papitas, un par de refrescos, cinco cervezas y una cajetilla de cigarros.
-
(Pedro) Aquí están sus cosas morros.
-(Todos)
Te dijimos refrescos, más botana, helado, no cervezas guey.
-(Orlando)
Y semillas.
-(Pedro)
Pues traje dos refrescos para los fresas. Y no me digan que no fuman. De los
suyos culeros. El que no quiera chela lo puede ir a cambiar a la tienda que
está en la esquina, con
Don
Toño, menos los cigarros porque ya me fume uno. Y estoy preparando unos de
guerra para el que le quiera poner.
-(Orozco)
¿Cuáles son los de guerra Paletas?
-(Pedro)
A ese guey pásenle un refresco. ¿Y a dónde llevas esas papas Perico?
-(Orlando)
Voy con Don Toño a que me las cambie por unas semillitas.
-(Todos)
No chingues Orlando. ¡Agárrenlo! ¡Vamos a tirarlo a la alberca!
Al
terminar el día, todos bronceados y algunos con los ojos rojos, Pedro nos
invitó a su cumpleaños el fin de semana, “Los espero el sábado, no falten
culeros.”
El
sábado llegó y fuimos de casa en casa pasando por cada uno, El enano, El
calmitas, El ostión, El perico, El loco, El charal, El panqué, El chocorrol, El
robot, El puñetero y yo, llegamos a la casa de El paletas. La casa era pequeña,
yo la vi más pequeña que la pila de agua donde pasamos el día del estudiante,
pero tenía un extenso patio. El papá de Pedro era mecánico
y había sacado los carros que tenía para reparar, a la banqueta. Estaban ahí
varios familiares de Pedro, en su mayoría hombres. Él era el menor de cinco
hermanos. Estaba formado un gran círculo de sillas en el patio y en medio una
fogata donde estaban asando cortes de carne, chorizo, moronga, cebollas,
nopales, chiles jalapeños. Y había una gran cantidad
de cartones de cervezas vacíos, porque las botellas las tenían enfriando en un
contenedor metálico que servía de hielera para la ocasión. Deseaba ir directo a
la parrilla y prepárame un par de tacos y con eso darme por bien servido,
porque a ojo de buen cubero eran el triple de personas invitadas que la
cantidad de carne que se pudiera estar asando, y el triple de cervezas que de
invitados pero no tenía edad para beber, Paletas tampoco pero a su familia
parecía no interesarles esas pequeñeces de sociedad. “Bienvenidos hijos,
pásenle, tome asiento” nos decía el papá de Pedro mientras iba destapando
cervezas y dándole a cada uno.
-
(Pedro) A Orozco no le des. Es fresa, jefe.
-(Papá)
¿Cómo que no tomas? Aquí te vamos a enseñar. Toma.
-(Pedro)
No jefe, no le des. Lo van a regañar en su casa si toma. Invítale refresco.
-(Papá)
¡Así que eres fresa! ¿Eh? Pasa con mi mujer a que te de refresco hijo. Esta
bien que no
tomes, así nos alcanzará más. Jajaja.
-(Pedro)
¡Jefa! Sírveles refresco al periquito y a Orozco.
Pasamos
el periquito y yo a la casa, no había habitaciones y las divisiones estaban
hechas de telas colgadas del techo. Mariel, como se llamaba la mamá de Pedro,
le sirvió refresco al
periquito
en el último vaso de la casa.
-(Mariel)
¿Orozco? Asi te llamas ¿Verdad? Ya no tengo vasos ¿Te puedo servir en una taza?
-(Orozco)
Bueno, ese es mi apellido, yo me llamo…
-(Mariel,
interrumpiendo) Me da mucha pena hijo, también se me terminaron las tazas ¿Te
puedo servir en un plato hondo?
-(Orozco)
Si, no hay problema. ¿Y usted cómo se llama?
No
tenía edad para beber alcohol y sin embargo parecía tener la edad para empezar
a ver de distinta manera a las mamás. La mamá de Pedro era alta, de tez blanca,
de grandes pechos bajo un gran escote que nada quedaba a la imaginación y lo
que a Pedro le hacía falta de nalga, a ella le sobraba.
-
(Mariel, con voz trémula) Me llamo
Mariel. Qué pena Orozco, también se terminaron los platos
hondos ¿Te puedo servir en un plato amplio?
-(Orozco,
viendo el escote) Si señora, puede servirme en lo que guste.
Así
salimos el periquito y yo al patio a unirnos al círculo de invitados, el con su
vaso y yo con una erección.
A
excepción del periquito y yo, todos en la fiesta se encontraban bebiendo, hasta
las sobrinas y primas pequeñas del Paletas tenían su botellita de cerveza. La
música sonaba a todo volumen en la radiograbadora, una estación de música
ranchera, que alternaba con baladas románticas gruperas y que las gritaban a
todo pulmón el papá del Paletas y sus amigos. Qué horror. Pero se me pasaba
cada vez que Mariel pasaba recogiendo los envases vacíos o pasaba a dejarnos
los platos con un par de tacos y nopales. Ya pasada la tarde, el papá de pedro
sacó un pedazo de papel y hierba seca de su pantalón. Empezó a formar lo que
parecía ser un gran puro. Imaginé que se le habían acabado los cigarrillos de
marca.
-(Orozco,
a Orlando) ¿Y por qué mejor no compran unos cigarrillos en la tienda?
-(Orlando)
Si tienen cigarrillos. Eso que está fumando se llama marihuana.
-(Orozco)
¿El papá fuma marihuana? Que moderno. En mi casa ni soñando lo permitirían.
-(Orlando)
En la mía tampoco. ¿De dónde crees que aprendió Pedro? Pobre.
-(Orozco)
¿Pobre, por qué? Parecen que la están pasando bien.
-(Orlando)
Pobre porque eso no le ayuda en la escuela. ¿No te has dado cuenta que se
queda
dormido en la clase? ¿Qué no pone atención? ¿Qué le cuesta retener información?
¿Qué
va mal en la escuela?
-(Orozco)
¿Y ya viste a su mamá?
-(Orlando)
Si, está bien buena.
Terminamos
por retirarnos temprano de la fiesta, ocho, nueve de la noche, Pedro ya se veía
bastante tomado y drogado al igual que su Papá y empezaban a abrazar y a llenar
de besos a medio mundo. Los familiares parecía que disfrutaban esas muestras de
cariño y era entendible, así que era mejor dejarlos en confianza. Cuando nos
retiramos, fui a despedirme de la mamá de Pedro dentro de la casa, y entregarle
su plato amplio, felicidades le dije y le di un abrazo como quién se despide de
alguien que no volverás a ver. Hubiera hecho lo mismo con Pedro.
Unas
semanas después, Pedro había faltado a clase un viernes. Se había ido con sus
hermanos y los amigos de estos a un pueblo vecino que celebraba a San Isidro
Labrador. Hacían corridas de toros desde las once de la mañana, todas las casas
preparaban mole, arroz, aguas frescas
de sabor, y todas tenían sus puertas abiertas para cualquiera que deseara pasar
a comer, y por las noches todos se reunían en la plaza del pueblo llena de
juegos mecánicos: la rueda de la fortuna, el tiovivo, los carritos chocones,
las tazas locas, el gusanito, el trenecito. La casa de los espejos, de los
espantos, de los animales raros y peligrosos, juegos de azar, juegos de mesa,
así que debió pasarla bien. Se habían ido en una combi y el problema fue el
regreso. No iba entre ellos ningún abstemio o si iba, quizá no sabía manejar.
El sábado el charal llegó a la casa de mis padres a darme la noticia, Pedro
había manejado la combi de regreso de la celebración y perdió el control en una
curva, todos murieron excepto un amigo de sus hermanos. Quedamos de vernos a
las seis de la tarde en el velorio. Nuevamente estábamos ahí reunidos. El papá
de Pedro estaba desecho y Mariel y sus hermanas atendían a las personas. Una
extraña sensación teníamos todos después de estar ahí en una fiesta y ahora en
la solemnidad. Nadie quería pasar. Sólo yo me dirigí a Mariel para darle un
abrazo, sabía que no la volvería a ver: lo siento mucho.
VII
Y
no se les olvide traer tabiros ¿Cuántas
cajetillas? Preguntaron. Unas cinco por lo menos,
respondieron
todos. Nos poníamos de acuerdo un día antes de salir de excursión a la playa.
La salida era el viernes y regresábamos el domingo. Era la tradicional
excursión anual de secundaria
y ¿cuál era el motivo? La escuela mandaba una carta a los padres de familia
donde explicaba que “como parte de los requerimientos educativos impuestos por
la Secretaría de Educación Pública” se llevaba a cabo anualmente la excursión
para los últimos grados y “parte de su formación y conocimiento general”. A las
seis de la mañana estábamos listos fuera de la escuela con nuestras maletas y
mochilas llenas de tortas, sándwiches, refrescos, jugos, panes, fruta, ropa
como para una semana, toallas y un traje de baño. José el loco fue el primero
en sacar una cajetilla de cigarros sin filtro.
-(José)
¿Quién va a querer un tabiro?
-(Todos)
¡Rólalos!
Los
que iban de responsables de la excursión era el director Marcelo, el prefecto
Miguel, el profesor Genrruchito de educación física y el profesor Carlos de
biología. Al verlos imagine que al discurso de la carta le faltó agregar “y un
pequeño puentecito para descanso de los riñones” pues todos tenían fama de ser
bebedores. José acababa de repartir los cigarros cuando llegó el prefecto
Miguel.
-(Todos)
Ya se agüitó la cosa.
-(Miguel)
¿De cuál están fumando?
-(Todos)
¿De cuál? Del que nos recomendó el doctor. Sin filtro.
-(Miguel)
Bueno, ya son hombrecitos y ya saben que de aquí no sale nada. Ni de lo que
vean ni de lo que escuchen. Y nadie se separe. ¿Entendido? Pásenme un cigarro.
Mientras
íbamos subiendo al camión, las mujeres estaban reunidas con Genrruchito y se
alcanzaba a escuchar:
-(Nicandro)
Hijas, recuerden que son menores de edad y que todavía les falta estudiar más
¿Cierto? Y sus papás me las confiaron, así que no quiero sorprenderlas con
ninguno de estos pelados. Y si alguno se quiere pasar, me avisan
inmediatamente, yo lo pongo en su lugar ¿Entendido?
-(Todas)
Si profe.
-(Nicandro)
¿Si, qué?
-(Todas)
Si, profesor Nicandro.
-(Nicandro)
Bueno, ya súbanse. ¡Y ustedes cabrones, ya fumando tan temprano!
Al
medio día ya nos encontrábamos en la playa, el director Marcelo propuso ir
primero a instalarse al hotel, del que ya eran clientes frecuentes, pero la
mayoría nos opusimos
pidiendo
quedarnos en el mar mientras los responsables podían ir al hotel a realizar los
registros.
Se fueron el director, el prefecto y el profesor de biología que
continuaba roncando en el autobús. La
mayoría llevaba una muda de ropa por lo menos, excepto Israel “El charal” que
además de su bolsa de pan de caja lleno de sándwiches y tres triangulitos de
Boing de mango, sólo llevaba puesto un pantalón pescador rosa, que todos
asegurábamos se los había prestado su hermana, una playera sin mangas de color
amarilla con una leyenda “I hate beach” y unas sandalias blancas que le
nadaban, y en lugar de trusa, su traje de baño.
-(Israel)
A ver quién gana en llegar primero al agua
-(Todos)
¡Puto el último!
Estábamos
buscando el traje de baño, cuando vimos a Israel botar su ropa en su asiento y
¡listo! Ahí estaba parado en la puerta del autobús mirándonos con una sonrisa
sarcástica: ¡Ahí se ven chavos! Nos dijo y salió como rayo todo su esquelético
cuerpo rumbo a la arena. Y aunque parece buena idea ir con el traje de baño
puesto desde tu casa al mar, a menos que sea un bañador nuevo, no lo es en
absoluto. Pero si es un modelo ya bastante usado, el calor y
la fricción del pantalón pueden estropearlo. Y nadie se había percatado de ello
sino hasta que Paco “El ostión” nos gritó:
-(Paco)
¡Heey miren al charal! ¡Su traje de baño se le va deshaciendo!
Su
bañador que parecía sacado de un mantel de cocina, se encontraba deshilado
justo entre las nalgas, todos muertos de la risa pero prometimos no decirle
nada. Y así pasó la tarde El charal, siendo el último en sentarse en la Banana
acuática, en subirse al paracaídas, en dejarse poner aceite de coco en la
espalda por las compañeras de la escuela, en caminar por la playa tramos largos
cerca de lugares públicos, al atardecer, todos le pagamos su hora en la pista
de patinaje sobre ruedas, y el feliz y nosotros también.
Antes
de llegar al hotel, los compañeros trataban de ponerse de acuerdo con las
compañeras si nos reunimos en alguno de los cuartos por la noche. Sin embargo,
el profesor Carlos tenía otros planes.
-
(Todos) ¿Qué pasó profe? ¿Dónde están el director y el prefecto?
-(Carlos)
No lo sé, por ahí. Pero todos arréglense. Los voy a llevar a una clase de
ciencias naturales. Vamos a aprender la práctica.
-(Todos)
¿No es opcional profe?
-(Carlos)
Pues nadie va a la fuerza. El que guste obtener diez en el próximo examen lo
espero en el lobby a las diez y nueve horas. Adiós.
Llegamos
puntuales Paco, Israel, José, Orlando, Javier, Alberto, Emilio, Jorge, Ricardo, Luis y yo, al lobby del
hotel. También el profe Carlos que ya nos esperaba con dos taxis en la puerta:
un par de bochitos verdes sin el asiento del copiloto. En el bocho que me subí
le pregunté al chofer si no tendría problemas con alguna infracción de tránsito
por llevar seis pasajeros.
-
¡No, brody¡ Esos chuchos también comen del turismo. De nosotros sale para sus
refrescos.
Llegamos
al domicilio, una extensa barda alta de color blanco y la entrada un portón
metálico con un vigilante que se acercaba a los vehículos para verificar que
cumplieran el requisito del anuncio de acceso: “No se permite la entrada a
uniformados, religiosos, personas que porten armas, mujeres embarazadas,
vendedores ambulantes, menores de edad y MILITARES. No insista.” Le comenté al
chofer que no nos dejarían entrar porque aunque muchos de nosotros parecemos
mayores, todos somos menores de edad.
-
¡No, brody! Aquí todos son bienvenidos. A nosotros nos pagan por traer clientes.
El
vigilante se acercó al bocho, saludó de forma familiar al chofer y pasamos sin
problema. Cruzamos un enorme vergel con pequeños cuartos y llegamos al sitio de
reunión: una palapa.
El
profesor Carlos y los otros cinco compañeros ya nos esperaban. Todos parecían
saber dónde estábamos o ser clientes frecuentes del lugar, se encontraban
emocionados.
-
(Carlos) Muy bien chavos. Vamos a estar un rato. Venimos a bailar solamente. Y
si alguien quiere tomar, sólo tiene permiso de una cerveza ¿entendido?
-
(Paco) Profe ¿Y si me quiero echar un palito?
-
(Carlos) El palito te lo voy a dar yo, pero en las nalgas (Todos reímos). Ya lo
comenté: sólo venimos a bailar.
En
la recepción una mujer joven en bikini, con botas, chaparreras y sombrero
vaquero le daba a cada uno la bienvenida con una nalgada. Cuando me tocó mi
turno me detuvo.
-
(Vaquera) ¡Hola vaquero! ¿Traes pistola? ¿De qué calibre es?
-(Orozco)
Hola. No, no traigo pistola. Venimos a bailar.
-
(Vaquera) Jejeje ¿Seguro no traes pistola? ¿Me permites revisar?
-(Todos)
Este guey no carga pistola. Jajaja
-(Orozco)
Si señorita, me puede revisar pero no traigo pistola.
-
(Vaquera) Mmm, a ver ¿Y esto qué es? (Tocando la entrepierna de Orozco)
-(Orozco)
¿Qué? No traigo nada.
-(Todos)
Trae una metida en las nalgas, revíselo. Jajaja
-(Vaquera)
No, si trae una buena pistola. Por lo que siento debe ser una Magnum (Apretando
la entrepierna de Orozco) ¿Verdad mi vida?
-
(Orozco) Ah, ya. Si, de esa pistola si traigo.
-(Todos)
Jajaja. Este es marisco. Mejor baile con uno de nosotros.
La
noche trascurrió entre cumbias y danzones, de a cinco pesos la pieza, refrescos
y semillitas de botana, que consumió en su totalidad Orlando. Durante cuarenta
minutos el profesor Carlos salió del lugar con una mujer vestida de conejita, y
luego regresó sólo para avisarnos que ya era hora de retirarnos. Regresamos al
hotel de la misma forma: en dos bochitos desvencijados. El sábado de vuelta a
la playa. Algunos entretenidos nadando. Otros debajo de las palmeras viendo
pasar a las mujeres de bikini. Tomando agua de coco. El profesor Carlos tendido
en una toalla sobre la arena, con sus lentes oscuros de siempre. Y Paco
maliciosamente preguntaba: Profe ¿Y el director y el prefecto se volvieron a
quedar en el hotel?
VIII
-Oiga
joven. E l señor que se acaba de bajar del
autobús, le saco su cartera.
Antes
de salir de secundaria, el director Marcelo y el prefecto Miguel se presentaron
al salón para hacernos una invitación.
-(Marcelo)
Buenos días a todos. No se levanten. Venimos a invitarlos a aquellos que deseen
seguir estudiando el bachillerato, a incorporarse a la preparatoria pública
Emiliano Zapata, la cual va iniciando y de la que tengo el gusto de ser el
nuevo director. El prefecto Miguel, aquí presente, también labora en la
preparatoria como profesor de educación física. Nos dará mucho gusto volverlos
a encontrar. Saben que tienen unos amigos en nosotros y queremos ayudarles a
continuar sus estudios. A todos los interesados, la semana que entra inician
las inscripciones. Los esperamos.
-(Alberto)
¡Profe! ¿Nos van hacer algún descuento en la inscripción?
-(Marcelo)
A todos les vamos a hacer el cincuenta por ciento de descuento.
-(Emilio)
Que sea gratis la inscripción profe, y vamos todos.
-(Marcelo)
¿Quiénes son todos? ¿A cuántos les gustaría asistir con nosotros? Levanten la
mano.
(La mayoría levantando la mano) No estén jugando. Serios.
-(Jorge)
Estamos serios profe. Si usted no nos cobra la inscripción, nos vamos la
mayoría a la preparatoria Emiliano Zapata.
-(Todos)
Así es profesor. Nos vamos con usted.
-(Marcelo)
Está bien. La inscripción yo la pago.
Pero sólo a aquellos que me hagan entrega de su solicitud llena y dos
fotografías tamaño infantil antes del próximo viernes. Me dejan los documentos
con Miguel. No me despido. Con permiso.
-(Todos)
¡Bien profe! ¡Todos con Zapata!
Así,
antes de llegar el viernes, el prefecto Miguel ya contaba con los documentos del
Calmitas, el Panqué, el Perico, el Ostión, el Enano, el Charal, el Loco, el
Chocorrol, el Robot y el mío en su escritorio. Ninguna mujer del salón se
apuntó. Decían que la preparatoria estaba muy retirada de sus casas y sus
padres no las dejaron inscribirse. Otros optaron por estudiar carreras técnicas
y varios dejaron de estudiar. Ciertamente desconocíamos la distancia que había
para llegar a la preparatoria. Una hora en autobús. Pero el grupo de conocidos
seguíamos juntos. Era el primer día de escuela y quizá por la hora en que
coincidíamos varios alumnos de la preparatoria, el camión viajaba lleno, en el
pasillo gente parada
en doble fila e iba haciendo paradas continuas. En una de ellas se bajaron dos
tipos, los dos con gorra y morrales al hombro. Cuando una señora le dice a un
pasajero que le acaban de robar su cartera. Todos de inmediato se tocaron las
bolsas traseras de sus pantalones.
-(Javier)
¿José, tú te quedaste con mi cartera?
-(José)
No guey ¿No te di la mía?
-(Orlando)
A mí también me la bajaron.
-(Orozco)
No sean pendejos, se la llevaron esos rateros que acaban de bajar.
-(Alberto)
¡Ey, chofer! ¡Detenga el camión! ¡Nos acaban de robar! (Deteniéndose el
autobús)
-(Paco)
¡Bájense todos! ¿A quién más le falta su cartera? ¡Vamos por ellos! (Bajándonos
del autobús)
-(Israel)
¡Ey! ¡Ustedes dos, de las gorritas! ¡Hijos de su puta madre! ¡Deténganse!
-(Rateros)
¿A quién le dices hijo de puta? (Amenazantes, sacan una navaja)
-(Jorge)
¡Todos, agarren piedras! ¡Ustedes dos hijos de puta! ¡O nos regresan nuestras
carteras o ya se los llevó la verga!
-(Emilio)
¡No oyeron pendejos! ¡Vayan sacando lo que traen en esos morrales!
-(Rateros)
¡Cámara! ¡No hay pedo! Miren, esto es todo lo que traemos ¿Cuál es la de
ustedes? (Sacando cuatro carteras cada uno)
-(Javier)
Esa café es la mía
-(José)
Esa negra de en medio es la mía.
-(Orlando)
Esa de mickey mouse es la mía
-(Rateros,
Arrojándolas) ¡Cámara!
-(Orozco)
Y falta la mía, esa que tienes en tu mano izquierda.
-(Ratero,
arrojándola) Sale carnalitos. Nomás no anden solos.
-(Emilio)
¿Qué? ¿Nos estas amenazando? ¡Chinga tu madre! A ustedes no los queremos volver
a ver por aquí. Y yo a ti te conozco. La próxima vez, te vamos a buscar a tu
casa.
-(Todos)
¿No oyeron? ¡A chingar a su madre! (Retirándose los rateros)
-(Paco) Vámonos, el camión nos está esperando.
-(Chofer)
Muy bien chamacos, que se apoyan todos. Pero tengan cuidado con esos
malandrines.
Nunca se sabe si pueden portar pistola. Y no vale la pena.
-(Paco)
Es cierto chofer. Pero si hubieran traído pistola, nos asaltan a todos y a
hasta usted le hubiera tocado.
Después de doce generaciones, nuestro grupo de
primer año era el más numeroso, lo desconocíamos hasta ese momento, entramos
setenta y nueve alumnos entre el “A” y el “B”, y los grupos de segundo y tercer
año se conformaban por máximo quince alumnos por grupo. Los de segundo y
tercero se pusieron de acuerdo para llevar a cabo la “novatada” para los
hombres, que consistía en cargar a los de nuevo ingreso hasta una fuente de
agua que se encontraba frente a la escuela y ser arrojado con todo y zapatos.
Fueron pasando los días y fueron arrojados todos los hombres excepto nueve de
nosotros, sin proponérnoslo. Siempre llegábamos juntos y nos íbamos juntos y
nos preguntábamos porque aún no lo hacían con nosotros. No éramos chicos rudos
ni aparentábamos serlo, quizá la mayoría de nosotros pasábamos del uno setenta
de estatura menos el Enano y el Periquito. Hasta que llegó el profesor de
educación física a hablar con nosotros.
-(Miguel)
¿Qué paso chavos? ¡Intégrense!
-(Todos)
¿De qué nos habla profe?
-(Miguel)
Los de segundo y tercero andan diciendo que piensan golpear al que trate de
arrojarlos
a la fuente ¿es cierto?
-(José)
No profe, nunca hemos dicho eso. ¿Verdad?
-(Orlando)
Yo fui el que anduvo diciéndolo. La neta, estos zapatos me los acaba de comprar
mi jefecito y dejo de comprar algunas cosas para la casa para dármelos, y todo para
que estos culeros vengan y me los echen a perder. No se vale Miguel.
-(Todos)
Jajaja. No, esa no nos la sabíamos Miguel. Pero no hay bronca por nosotros,
sólo diles del caso de Orlando, para que le quiten sus zapatos.
Explícales.
-(Miguel)
Vale. Yo hablo con ellos. Mañana van todos al agua. Vengan preparados.
Al
día siguiente el Periquito llegó con playera, unos pantalones cortos y
huaraches.
IX
La
marihuana no era algo desconocido. Ya en secundaría Pedro “Paletas” era
consumidor y pocos o ninguno del grupo imitaban su hábito. Casi la mayoría o
todos del grupo fumaban
cigarrillos.
Yo empecé probando los cigarrillos en la primaria, por curiosidad, por amistad
y
por
el ejemplo de los mayores. En primaria tenía un vecino, Gonzalo, que en su
familia todo mundo fumaba, su papá Ramiro, su tía Chofi, su hermana mayor
Mónica, su abuelo Berna y María, Tita, Marcelo y Silvio sus vecinos de a lado.
Y en casa, mi padre lo hacía y tenía un gusto por tener de cada marca, de cada
sabor, de cada aroma, habidos y por haber. Cada día le sacaba una cajetilla a hurtadillas
y me iba a casa de Gonzalo para probar los cigarros. Y la única cajetilla que
nos terminamos fue la de cigarros mentolados. Terminamos con dolor de cabeza y
fue mi primera experiencia y la última por aquellos años. El cigarrillo volvió
en la preparatoria. Increíble el poder que le puedes transferir a un objeto por
pequeño que sea, si te apendejas. A
principios de febrero en el pueblo donde se encontraba la escuela Emiliano
Zapata, se llevaba a cabo un carnaval, banda de viento, conformada por una o
dos tamboras, cinco o siete trompetas, dos o tres platillos, una tuba, dos o
tres tambores, dos clarines, un saxofón y el director de la banda, aunque nunca
le ví dirigir, parecía que ya la música se la sabían de memoria, puedo asegurar
que era el dueño o un director honorario. Acompañaban a la banda de viento, los
chínelos, hombres vestidos con trajes largos de una sola pieza, del cuello a
los talones, de manga larga, adornados con lentejuela y figuras que cosían al
traje como águilas, serpientes, vírgenes, caballos, Zapatas, toros, crucifijos
y hasta alguna cruz gamada me llegue a encontrar. Los rostros cubiertos con
máscaras con barbas, sus manos con
guantes
blancos, verdes o rojos y su cabeza cubierta por un sombrero de copa alta
adornado con chaquira y lentejuela y cocidos un par de figuras como soles,
lunas o estrellas. La banda junto a los chínelos iniciaban su recorrido justo
donde se encontraba la escuela. Nuestro primer carnaval. Parecía ser parte de
las actividades culturales porque la dirección daba por terminadas las clases
en cuanto la banda empezaba a tocar la música del chínelo. Empezaba el baile,
ir dando brinquitos, brincos y brincotes de un lado a otro al compás del sonido
durante el recorrido, y durante el cual la gente en la calle se iba
incorporando al grupo, hasta llegar al punto de reunión, la explanada del
zócalo, donde ya esperaba más gente la llegada de la comparsa. Armando “El
cepillo” tenía la costumbre, no lo sabía, de armar su caja de cigarrillos con
marihuana.
-(Armando)
¿Quién quiere un cigarro?
-(Todos)
¡Rólalos!
El
trayecto de la escuela a la explanada del zócalo era de diez kilómetros
aproximadamente, pero sin darme cuenta, ya estábamos ahí en el lugar de
reunión, todos bailando con los chínelos, con vasos de cervezas en la mano que
quién sabe de dónde salieron, Orlando cargando un tambor en la espalda, Javier
que decía que la banda de viento era para la raza, venía a lado echando cuetes,
Emilio cargaba una bandera de carnaval que hacía danzar al frente
del contingente, Israel parecía que había encontrado novia o una nueva amiga de
la que,
iban brinco y brinco, tomados de la mano y yo, dándole a una tambora al compás
que me marcaba su portador. La fiesta continuó hasta muy noche, nadie se acordó
de la hora en que pasaba el último autobús a casa. Hasta que todos nos volvimos
a reunir.
-(Alberto)
Mis chavos, ya hace rato que nos dejó el último carro ¿Alguien sabe cómo nos
vamos a ir?
-(Luis)
Hay que tomar un taxi, son como veinte kilómetros.
-(Ricardo)
No creo que un taxi nos quiera llevar a todos.
-(Armando)
No se apuren, nos vamos a ir caminando. Aquí traigo más cigarros.
Y
llegamos caminando a nuestras casas.
X
“Tuvimos
un sirenito, junto al año de casados, con la cara de angelito, pero cola de
pescado.
Tuvimos un sirenito, junto al año de casados, con la cara de angelito, pero
cola de pescado.”
Se
escuchaba la canción de Rigo Tovar, como ya era costumbre, que anunciaba que la
primera función en el cine de Don Vicente estaba por iniciar. Ir un día al cine
era como salir de viaje, el pago de entrada te daba derecho a ver tres
películas, además había permanencia voluntaria porque esas tres cintas las
volvían a repetir una vez más. Había funciones de martes a domingo y duraban en
cartelera de dos a tres semanas. El megáfono de la Iglesia protestante no
llamaba a tantos parroquianos como lo hacía Rigo Tovar y su canción del
sirenito. Era viernes y ese día se estaba anunciando el estreno de “Garganta
profunda”. Era la noticia en la comunidad y no era para menos, en noticieros y
periódicos se daba reseña del filme y parecía conmocionar a la gente en
general, algunos a favor, otros en contra, defensores de la libertad de
elección y defensores de la moral daban su opinión sobre la misma. Se había
corrido la voz como reguero de pólvora: era la primer película que se
proyectaba en México que contenía escenas sexuales explícitas, se terminaban
las aburridas cintas de ficheras y su doble moral. Ahora todos los amigos nos
pusimos de acuerdo para asistir, nos intrigaba sobre todo lo que se decía: la
aparición de un órgano masculino de veinte centímetros, pues todos presumíamos
de tener el más grande. Alguien dijo que aparecía una escena donde la
protagonista le mide el pene al amante. Todos quedaron de medírsela y llevar los
resultados el día del estreno para comentarlo. Se anunciaba: “Cine sólo para
adultos. “Bellas de noche”, “El mofles”, y “Garganta Profunda”, únicamente 20
pesos.” Alegremente, la mayoría ya habían cumplido los dieciocho años, excepto
yo que los cumpliría en tres meses. Y no me dejaban entrar. Aunque sabía que
era sólo cubrir apariencias. Las mujeres adultas que cuidaban la entrada y
recogían boletos nos conocían a la mayoría desde pequeños, y ese día su mirada
denotaba cierta picardía y contubernio. Yo sonreí y les guiñé. Con boletos en
la mano, uno a uno fueron pasando, me dejaron de último. Una de ellas, La More,
me detuvo antes de ingresar.
-(La
More) ¿Tu credencial?
-(Orozco)
La olvide en casa. No sabía que debía presentarla para entrar.
-(La
More) Esta función es exclusiva para adultos. Tú eres un menor de edad.
-(Orozco)
Tengo la misma edad que mis amigos que ya dejaste entrar. Luego te enseño mi
credencial.
-(La
More) Si quieres ver la función siéntate aquí, atrás de ésta cortina.
Había
una barra de madera al cruzar la cortina de la entrada, pegada a su banco donde
recogía
los boletos. No podía perderme el estreno y menos no verla porque sería la
comidilla
entre
los amigos, que ya se encontraban cómodamente sentados en la tercera fila. Me
quede sentado en la barra y la función empezó. De pronto sentí unas enormes y
duras nalgas pegadas a las mías que empezaron por moverse suavemente. Sentí el
impulso de levantarme y asomarme por la cortina para saber qué era lo que
sucedía pero con ese cuerpo pegado al mio y su suave movimiento, separados por
una cortina, empezó a gustarme, y más aún cuando pasados unos minutos, aquellas
nalgas empezaron a golpearme rítmicamente. No tenía ni idea de cuánto tiempo
trascurrido llevaba la primera cinta, cuando se prendió la luz de la sala y yo
me sentí exhibido, por un momento pensé que habían detenido la proyección para
echar luz sobre el par de calenturientos de la entrada. Pero la gente se
levantó de sus asientos y varios se dirigían hacia los baños y otros a
dulcería, intenté hacer lo mismo pero no reaccionaba. De los que no me salve
fue de mis amigos que se encontraban cerca y al prenderse la luz empezaron a
buscarme en la sala, Margarito “El pitufo” fue el primero en darse cuenta que
me encontraba sentado en la barra y fue inevitable.
-(Margarito)
¡Pinche cabrón! ¡Te estas torteando a La More! ¡Eeeh!
Fingí
que no se dirigía a mí y de inmediato salí del cine con el pretexto de haber
olvidado
algo.
Eran quince minutos que dejaban pasar antes de iniciar con la segunda cinta y
deambulé un rato, todavía con la incertidumbre de si esas nalgas habían sido
las de La More o si todo
había
sido producto de mi imaginación. ¿Le gustó como a mí? ¿Me llamará la atención
por el atrevimiento? Al regresar, La More me detuvo en la entrada y dijo:
-(La
More) En la semana te espero en la casa después de la cinco. Te voy a dar unos
pases de entrada gratis.
Su
voz suave y pausada cerca de mi oído al decírmelo me hizo sentir un escalofrío
que recorrió mi cuerpo y llegó a la entrepierna.
-(Orozco)
¿Entre semana? ¿Después de las cinco? ¿Miércoles está bien?
-(La
More) Van a pasar. Ya empezó la cinta. Te espero.
-(Orozco)
El miércoles paso. Adiós.
La
espera hace que los días sean más largos, el miércoles contaba las horas y a
las cinco de la tarde ya estaba ahí, frente a su puerta. Ahora me asaltaban
otras dudas ¿Qué diré si no sale La More y sale a recibirme su papá? Lo único
que se me vino a la mente era preguntarle si ya sabían que películas iban a
estrenar en cartelera el fin de semana. Así que toque la puerta, sin mucha
fuerza, esperando que nadie escuchara y tener el pretexto de
decirle
que había asistido a la cita pero que nadie salió. Cuando estaba por hacerlo,
se abrió la puerta. La hermana de La More, La Chapis, estaba parada frente a
mí. “Pásale” ordenó.
Parado
en medio de la sala busqué con la mirada dónde estaba La More. La Chapis que
era quince años mayor que yo preguntó: ¿Cuántos años tienes? Veintiuno,
contesté sin dudar. Aunque tenía diecisiete e imaginé que ella eso ya lo sabía.
Y mentí pensando en que tal vez si era menor de edad no me permitiría alguna
relación con La More, mi potranquita azabache. Muy bien, siéntate ahí, dijo La
Chapis mientras señalaba la silla de rueditas del escritorio, un escritorio
lleno de papeles y carteles de películas. Me va a poner a ayudarle a poner en
orden esos carteles seguramente, y comentó: ponte cómodo, ahora regreso. Se
metió a un cuarto cerca de la sala, donde seguro debió haber estado todo este
tiempo La More, quizá arreglándose para dar un paseo, o para salir y ayudarme
con el trabajo de arreglar este papelerío. Bueno, todo sea por ganarme unos boletos
de cine gratis. La puerta finalmente se abrió y salió La Chapis con un blusón
transparente y ropa interior de encaje. Estas cosas sólo las había visto en el
cine, bellas de noche, las ficheras pero ahora una de las escenas se recreaba
en vivo y a todo color. Sentía el palpitar de mi corazón y trataba de calmarme
y cuando pensaba que lo estaba logrando, el palpitar brusco se iba del corazón
hacia el pene, y ahí todo parecía fuera de mi jurisdicción. ¿Cómo me veo?
Preguntó. Yo me relaje un poco, mi sexo no, tal vez sólo quería mostrarme el
modelito y le diera mi opinión.
Pero
antes de darle mi punto de vista, ya me tenía contra la silla y mi cara frente
a sus bolas de cristal, dónde podía ver el futuro, felicidad. “Tócame” dijo
casi en silencio, y levante mis brazos.
“¡Pero no con las manos!”, y utilicé mi nariz para tocar los globos de azúcar.
“No, con tu lengua.” Estuve a punto de bloquearme pero debo reconocer que el
miembro viril tiene sus propias razones. Continúe las indicaciones, sin
experiencia, pues la lengua la usaba como un doctor usa su estetoscopio con el
enfermo. Pero La Chapis era paciente y buena maestra, dijo “Hazlo así”,
moviendo la lengua. Lo hice tal como me había indicado pero después debió haber
cambiado de parecer porque me tomó de los cabellos y movía mi cabeza de un seno
al otro y de un pezón al otro. “Muérdeme” y lo hice. Nunca en la vida he vuelto
a demostrar tal disposición para aprender, si alguna vez fui un alumno
destacado fue este momento: mientras daba pequeñas mordidas mientras dirigía mi
cabeza a placer, la fue llevando lentamente debajo de los pechos, el estómago,
la cintura, el ombligo, la entrepierna derecha, luego la izquierda y luego…
“Ahora la lengua” dijo suavemente, cuando también se escuchó que abrían el
portón de la casa: “¡Mi papá!” Dio un salto del escritorio y se fue corriendo
al cuarto. Pensé en quedarme sentado en el escritorio como si estuviera
trabajando con los papeles pero opté por salir a hurtadillas de ahí cuando vi
que mi pantalón tenía una gran mancha a la altura del cierre y no tenía algún
vaso de agua cerca, por lo menos para fingir que se me había caído
accidentalmente.
XI
Luis
“El chocorrol”, no se destacaba por ser un alumno brillante, sin embargo le compensaban
otras cualidades: tenía habilidad para disimular muy bien cuando copiaba o
usaba sus apuntes durante los exámenes. Y burdamente trataba de ejercer un
liderazgo en el grupo, lo que nunca sucedió, quizá porque la mayoría teníamos
una personalidad fuerte o porque no éramos violentos. El Chocorrol trataba de organizar más que un
grupo, una banda callejera, de choque, de mostrar quienes eran los más fuertes.
Todos le daban de su lado pero nadie le seguía. Llegó a tener dos
incondicionales, muy parecidos a él, y que conoció en la preparatoria. Héctor y
Pablo. No había día que no llevara algo para mostrar que andaba preparado por
si el “peligro” acechaba: spray de pimienta, spray de chile, una navaja, un
cuchillo, unos chakos, una punta, un bóxer, un fuete, una manopla, hasta una
pistola. Y le dio por tratar de someter a los de nuevo ingreso, quería hacerse
respetar. Pero ese último año, entraron por primera vez, más chavos de la
comunidad local y también traían sus planes de no dejarse de ninguno y menos si
no pertenecían a la localidad. Cierto día que veníamos saliendo de la escuela,
paso corriendo el Chocorrol por la calle y gritó: ¡Córranle! Y ahí vamos todos
detrás de él. Al llegar al crucero nos subimos al primer autobús que iba
pasando. Miramos hacia la calle y observamos a un grupo que venían detrás pero
al no alcanzar el camión se fueron por un atajo, para salir más adelante y
hacerle la parada al chofer, que desconocía al igual que nosotros, lo que
estaba sucediendo. El camión iba lleno y nosotros en el pasillo, el Chocorrol
le dijo al chofer: “No les hagas parada, vámonos. Vámonos porque si
no, no me hago responsable de lo que pase”. El conductor lo volteaba a ver por
su retrovisor cómo tratando de adivinar si el que hablaba estaba en su juicio o
era un enfermo mental o por lo menos eso expresa con la mirada y nosotros
también. Se detuvo y subieron encolerizados un grupo como de doce, mientras que
nosotros sólo éramos seis.
-(Grupo de doce) No
vamos a ningún lado chofer, sólo queremos que se baje el de la camisa café que
va parado.
-(Alberto) ¿Qué traen
pendejos? ¿Qué quieren con El Chocorrol?
A
pesar de no ser violentos, la actitud de los que seguíamos juntos desde la
secundaría era siempre de estar unidos, nadie se quedaba atrás y a nadie se
abandonaba. Esto lo sabía muy bien El Chocorrol y lo aprovecha refugiándose con
todos cuando las cosas se le ponían difíciles por su postura de valiente.
-(Grupo de doce) Tú
pinche enano, ni te metas. El pedo no es contigo.
-(Alberto) ¿Me conoces?
-(Grupo de doce) No.
Pero si conoces al de café, pues bájense los dos.
-(Alberto) Pues si no
me conoces y me dices enano, tú te puedes bajar. Pero a chingar a tu madre.
-(Chofer) Los que se
subieron ahorita y los que van parados, bájense. Arreglen sus cosas abajo.
Respeten, llevo pasaje.
-(El Chocorrol) Que se
bajen ellos, nosotros ya te pagamos, además te avise que no te detuvieras.
-(Grupo de doce)
Váyanse unos a esperarlos por la puerta de atrás. Nosotros por acá adelante
(Cargando un palo corto el de adelante).
-(Chofer) Les voy a
abrir la puerta de atrás para que se bajen todos, chavos. Y abajo arreglan sus
diferencias (Abriendo la puerta trasera).
-(El Chocorrol) ¡Ya
valió verga chofer! Ahora te bajas hasta tú. Aguanten la respiración
(Dirigiéndose a nosotros y sacando su spray de chile).
Luis
roció de spray en la cara a los que se subieron por delante, quienes de
inmediato gritaron del ardor de los ojos y los pasajeros asustados y
estornudando se levantaban de los asientos en desbandada. Los amigos de los
doce que nos esperaban por la puerta de atrás se desconcertaron al escuchar
gritar a sus amigos y los buscan desde abajo por las ventanillas,
momento
que aprovechamos para bajar del autobús.
-(El Chocorrol) ¡Ey!
¡Pendejos! Aquí estamos.
-(Los amigos de los
doce) ¡Ya bajaron, que no escapen!
-(El Chocorrol) (Dirigiéndose
a nosotros) Aguanten la respiración.
Y
Luis nuevamente vació su spray en la cara de los que nos esperaban abajo del
carro. El olor era criminal, algunas mujeres gritaban asustadas ¡Me voy a
ahogar! ¡Auxilio! ¡Qué echaron! Unos niños lloraban. Unos señores estaban
molestos pero estaban confundidos también. El grupo de doce, estaban
descontados. Simplemente no podían abrir los ojos. Salimos de ahí corriendo por
un callejón y ocho cuadras adelante esperamos agazapados a qué pasara otro
camión. Cuando le preguntamos a Luis que había pasado, por qué le seguían,
dijo: Por nada. Ellos estaban sentados en una jardinera y al pasar a su lado
sólo les dije: todos me pelan la verga.
Y
de la noche a la mañana, Luis vio su sueño cumplido. En la escuela rápido se
corrió la voz: un grupo de rufianes del pueblo trataron de agredir a un conjunto
de estudiantes en el autobús al salir de clases, sin éxito. Los rumores son más
fuertes que el amor. Nada se puede hacer contra eso. Por más que trataba de
explicarles a algunos compañeros lo que había motivado todo. Ellos prefirieron
quedarse con la idea que le habían buscado pleito a la banda de la preparatoria
y con la banda nadie se mete.
Aquel
grupo de doce ofendidos, estuvieron esperándonos a un par de cuadras fuera de
la
escuela,
por un par de semanas. Semanas que tuvimos que andar pidiendo raid a los
profesores que llevaban vehículo al salir de clase. Era mejor prevenir. Aunque
a Luis eso le emocionaba. Algunas veces salió a mirarlos desde la entrada y
hacerles señas con la mano o con el brazo o gritarles: “¡Nos la pelan!”. Cierto
día nos hicieron llegar una carta con uno de sus paisanos, que decía:
“No
queremos pelea con ninguno de la preparatoria y no tenemos motivo. El único que
nos la va a pagar es el que nos arrojó picante a los ojos. Si no es en estos
días, será en el día menos pensado”.
De
valientes están llenos los panteones, sin duda. Aquí la situación a pesar de la
carta, para nosotros nada cambiaba. Si algo tratarían de hacerle a Luis, no lo
íbamos a permitir. A pesar de sus tonteras, era parte del grupo. Sin embargo,
empezamos a viajar nuevamente por autobús y mandábamos a Luis de raid, con
algún profesor.
XII
Llegó
el día del estudiante y nos fuimos a festejarlo a un balneario rústico, de
aguas cristalinas
y
frías.
César
era nuestro jefe de grupo, un joven delgado, muy delgado, muy estudioso, muy
correcto y muy serio, quería estudiar una ingeniería al terminar el
bachillerato. Los compañeros lo molestaban diciéndole La Flauta, pues no le
agradaba llevarse pesado con nadie y sin embargo le gustaba estar siempre entre
la bola. Él fue el de la idea aquella
tarde asoleada de marzo cuando nos salimos de pinta, y nos fuimos a nadar al
Río Frío, un río que utilizaban para riego de los campos de sementera cerca de
la escuela, de aguas cristalinas y demasiado frías, en las tierras se sembraba
la caña, el arroz, el cebollín, las hojas de limón, los rábanos, las jícamas y
de manera natural en la rivera y en las cercanías arboles de huamúchil, de
zapote, de guayaba, de guanábana y de mango. Un tiempo era ir para nadar y otro
comer frutos. El día de la pinta, los árboles de mango estaban cargados,
tupidos, sus ramas se doblaban con el peso de los frutos verdes y maduros,
muchas de ellas al alcance de la mano, y César a pesar de su delgadez era
bastante goloso, comía cada vez que la oportunidad se presentaba y siempre
tenía hambre, no entendíamos como podía mantenerse tan esquelético, y con el
pretexto de acordarse de las compañeras de clase dijo: ¿Por qué no cortamos
unas ramas con mangos y las llevamos a la escuela para compartir? Y Orlando El
perico agrego: “Sirve que allá en la cocina de la escuela los preparamos con
sal, chile y limón. ¿Quién se lleva
una?”
Y
todos regresamos a la escuela cargando enormes ramas con mangos, algunas tan
grandes que las llevaban arrastrando como si fueran su cruz. Uno podía pensar
que iríamos a poner una vendimia de mangos con chile para la escuela, y al
llegar algunos compañeros de otros
grados
empezaron a acercarse para tratar de coger alguno, pero Orlando grito: ¡Rápido,
llevemos las ramas al salón!
Nuestro
salón era el más grande, antes había sido un galerón, por lo que la entrada contaba
con un pórtico grande de madera antiguo. Adentro estaba el resto de la clase
que ya esperaba el inicio de la siguiente clase: metodología de la
investigación con la maestra Socorro, una mujer bajita, que utilizaba lentes de
aumento y un bochito para desplazarse, era tan bajita que al manejar su
vehículo, no se distinguía su rostro con la saliente del volante visto de
frente, por lo que los compañeros cada vez que veían llegar el bochito
comentaban: ahí viene la escarabajo. Y La escarabajo se le quedó de apodo a la
maestra Socorro. Mientras esperábamos el inicio de la clase, César cumplió su
promesa, invitó a toda la clase a que pasaran a tomar los mangos que quisieran
y llevárselos a su casa. Oralia se opuso de inmediato.
-Oralia:
¡No que! ¿Ya vieron cómo vienen? ¡Ustedes como ya se hartaron de comer mangos!
¡Nos
los comemos aquí!
-César:
No, señorita Oralia. No se los pueden comer aquí porque estamos en horas de
clase.
-Oralia:
¡Ay sí! ¿Si estamos en horas de clase por qué se fueron de pinta?
-Laura:
¡Y además no invitan!
-Margarito
(Entrando al salón): Aquí está su encargo. Un cuarto de sal, uno de chile y un
kilo de limones.
-César:
No, señorita Laura, no es correcto que ustedes nos hubieran acompañado al
campo. La gente es malpensada y pueden empezar hablar malas cosas de la
escuela.
-José:
¡Bájale pinche Flauta!
-Oralia:
¡Por mí que hablen lo que gusten! No como de ellos.
-Laura:
Y cómo no nos invitaron a todos, ahora nos los vamos a comer aquí.
-César:
Bueno, ya se tardó en llegar La escarabajo. Déjenme ir a preguntar a la
dirección si va a llegar o qué le paso. Si no va a llegar, podemos agarrarnos
su hora para comernos los mangos. Permítanme (César sale del salón).
-Jorge:
¡Cierren la puerta! Vamos a dejarlo fuera y a la maestra también. Ya pasaron
quince
minutos
de la clase. A nosotros sólo nos dan quince minutos de tolerancia para entrar a
la clase. ¿Por qué no se la aplican igual los maestros?
-Todos:
¡Sííí! ¡A comer mangos!
Y
todos empezaron a llevarse mangos a sus butacas, se empezaron a repartir
bolsitas de papel con sal y chile, y limones partidos. Otros se quedaron
comiendo en el escritorio con el resto
de
los ingredientes. O todos teníamos antojo o nadie había comido lo suficiente
ese día porque aquello parecía un aquelarre de los mil mangos, como marabuntas,
después de un par de minutos iban quedando las cáscaras y los huesos de mango
dispersos por todo el salón, hasta que a Oralia se le ocurrió aventarle un
hueso a la cabeza de Javier, Javier la imitó y le aventó uno a Laura y Laura
invitó a todos: ¡Guerra de mangos! Y de pronto todo el salón se llenó de huesos
chupados de mango volando sin cesar, de un lado a otro, pum, ¡ay!, pum, pum,
¡ay!, pum, se oían los golpes contra el pizarrón o el portón de madera y los
quejidos de los que daban en el blanco. Todos se empezaron a atrincherar con
las butacas y el escritorio. Nadie paraba. Era tal el bullicio que empezaron a
asomarse por las ventanas estudiantes de otros grados. Entre ellos apareció César
que gritó: ¡Ya párenle! ¡Va a venir el director! De respuesta alguien le aventó
un hueso: ¡Cállate Flauta! Todo terminó cuando escuchamos desde la puerta la
voz del director ¡Abran la puerta, ya! Todos corrieron a sentarse a su butaca.
Margarito
abrió la puerta y entró el director y detrás de él, César. ¿No les da pena?
Preguntó
el
director al entrar. El salón de clase lo han convertido en un chiquero ¿Quién
trajo esas ramas de mango a la escuela? Y todo el salón señalando, respondió a
coro: ¡Fue César La flauta, director!
-El
Director Marcelo: ¿Así que tú fuiste el de la idea?
-César:
No, yo sólo…
-El
Director: ¿No te da pena haber ocasionado todo esto?
-César:
Si, pero…
-El
Director: ¡Se salen todos del salón! Y tú César, te pones a limpiar todo este
reguero y que nadie le ayude. Quiero el salón limpio antes de que inicie la
siguiente clase.
César
fue por la escoba, el recogedor, el trapeador y una franela, mientras todos
estábamos parados en el corredor, algunos terminando de comer sus mangos y otros
apurando a César ¡Quiero el salón bien limpio Flauta! ¡De paso recoges mis cosas Flautita! ¡Guardas
los mangos que estén enteros! Hasta que Laura salió en su defensa: ¡Ya párenle!
Respeten al jefe de grupo. César nos miró y sólo alcanzó a decir: ¡Se pasan!
Aquel
día del estudiante la escuela había conseguido pases gratis para ir al
balneario rústico.
Días
antes el grupo se ponía de acuerdo para saber que íbamos a preparar de comer, y
como se trataba de comida llovieron las ideas y todo mundo proponía: guisado de
chicharrón en salsa verde y arroz, mole con arroz, chilaquiles con pollo,
huevos revueltos, enfrijoladas rellenas de queso, tacos de cecina y chorizo, tortas
de jamón, tacos de arroz con papas y chorizo, pozole, pancita de res, gorditas
de requesón, enchiladas verdes rellenas de pollo, mojarra frita y ensalada
verde, quesadillas de picadillo y queso, carne cruda y tostadas, ceviche
de pescado, hasta que alguien preguntó ¿Y quién se va a encargar de preparar la
comida? Todos se miraron, todos querían comer su platillo favorito pero no
prepararlo. Así que ante el silencio se oyó la voz de Roberto, un alumno que
repetía año escolar y le decían El licenciado pues siempre se la pasaba
hablando de los derechos de los alumnos y de las obligaciones de los maestros
“de acuerdo a lo que la ley orgánica menciona”, y también por cierta fama de
tranzar a todo mundo. “Pues si están de acuerdo, yo les puedo preparar carnitas
y cueritos de puerco, tortillas, salsas, refrescos y cervezas para acompañar.
Sólo tendríamos que hacer la coperacha entre todos. ¿A ver, déjenme ver? Nos
tocaría de cien pesos por persona.” Éramos un grupo numeroso y de inmediato las
mujeres cuestionaron: ¿Vas a preparar un marrano? ¿Cuánto cuesta el animal?
¿Nos vas a repartir para llevar a casa? ¿Nos quieres ver la cara licenciado?
“No, nada de eso, el marrano entero sale caro, pero si se comprarán
veinte kilos de carne y diez kilos de cuero, tengo que pagarle a la cocinera,
comprar los refrescos y los vasos y los platos desechables, unos diez kilos de
tortilla porque es mejor que sobren, y un par de cajas de cervezas, y pagarle
la gasolina al que nos haga favor de llevar la comida al balneario.” Y todos
asentaron en que fuera por coperacha y el licenciado se encargara de la comida.
Roberto cumplió, llevó las carnitas, los cueritos, el chicharrón, un par de
kilos de aguacate, las salsas, los refrescos, los vasos y los platos
desechables y un barril de cerveza. Además de lucir un traje de baño y unas
gafas de sol nuevas. Luego nos enteramos que El licenciado junto con Margarito
El pitufo, se habían ido a
robar el marrano por los terrenos del Río Frío y que echaron en el asiento de
atrás del bochito de La escarabajo, y que se los presto porque le comentaron
que tenían una emergencia familiar. Luego de robarse un marrano de sesenta
kilos se lo llevaron a negociar con un carnicero que también vendía carnitas,
le dieron el marrano a cambio de veinte kilos de carnitas y diez kilos de
cueritos, que el carnicero debió aceptar gustoso porque les dio dos kilos de
chicharrón prensado de pilón. Y cuando fue a la cervecera a comprar dos cajas
de cervezas, le dijeron que había una promoción: en la compra de un barril de
cerveza de cincuenta litros, se la llevaban gratis a domicilio. Se puso de acuerdo
con el chofer, a cambio de cien pesos, para que en la misma camioneta que
transportaría el barril de cerveza, pasaran a recoger los alimentos en casa del
carnicero. Roberto tenía esa, ¿cómo le podemos llamar?, destreza
o habilidad para obtener las cosas a costa de los demás. Y fue tal su pericia
que a pesar de su fama de cerebro de teflón, culminó la preparatoria, sin deber
materias. Decía que en esta vida, aunque nunca aclaro si se refería a la vida
terrenal o la vida del estudiante aunque después quedo claro que se refería a
la vida en México, no importaba si aprendías a realizar operaciones algebraicas,
o entendías el significado de las leyes de la física, o los valores de la ética
y la filosofía o comprender una lectura y lo que su autor trataba de decir,
porque lo único que servía era el papelito, el documento que certificara tu
grado de estudios, era, decía, un requisito nada más porque a nadie le interesa
que haya gente que piense y sí, mano de obra
“calificada”, todas hipocresías formales del sistema económico. Puedo
reconocerlo en
él,
que decía su verdad, porque después de la preparatoria llegó a obtener una
plaza de docente donde pasó de maestro a director de escuela, de director a
supervisor de área, de supervisor a subdirector de delegación y de subdirector
a líder sindical seccional. Luego pidió permiso temporal con sueldo pagado para
competir por un cargo político por el Partido Ambientalista, siendo secretario
de Ayuntamiento, luego Presidente Municipal, para luego regresar por tres meses
al magisterio para poder renovar otro permiso temporal con goce de sueldo y
participar para candidato a diputado local plurinominal por el Partido de los
Maestros y por último, no por decisión propia, fue diputado federal
plurinominal por el Partido
del Pueblo, hablaba de su interés por
candidatearse a Gobernador y ya hacía planes de
pedir su pensión del Magisterio para poder dedicarse de tiempo completo a la
carrera por la gubernatura, pero en la política desarrollo además de su apetito
por el poder, el culinario, pues decía que los mejores “arreglos” los realizaba
después de los aperitivos y una buena comida, en las charlas de café. Y a pesar
de no ser obeso, murió de un paro cardíaco. La autopsia reveló elevados niveles
de colesterol y triglicéridos. Aunque su familia decía que había sucedido
porque siempre estaba bajo presión y el estrés. Le quedó su esposa, sus dos
hijos y Margarito El pitufo, con quien eran compadres y su “auxiliar” o
“asesor” durante sus cargos públicos y a quién le pidió “El día que yo muera
compadre, quiero que te hagas cargo de
mi familia”. Petición que llevó cabalmente porque Margarito pasó a vivir a la
pequeña casa de una cuadra del finado Roberto.
Sin
embargo, el día del estudiante quizá, nos cambió un poco a todos. Había un
árbol viejo cerca del rio, que se encontraba crecido, empezaron todos a
retarse, quién era el más valiente para aventarse de lo alto del árbol.
-Compañeros:
¡Orozco! ¡Orozco! ¡Orozco!
-Orozco:
Nel. Paso.
-Compañeros:
No sea puto.
-Orozco:
Me vale, no me voy a aventar.
-César:
Ya déjenlo compañeros. ¿Ustedes por qué no se avientan primero y le ponen el
ejemplo? No sean putos.
-Compañeros:
Pinche flauta, tu eres igual.
-César:
Les voy a enseñar quiénes son los putos. (Subiendo el árbol)
-Compañeros:
Pero tu ni sabes nadar. Bájate de ahí culero.
-César:
Qué chido se ve de aquí. ¡Ahí les voy putos!
XIII
Iniciamos
el tercer año. El grupo se separó. Unos a la especialidad de ciencias biológicas,
otros ciencias de la salud, otros ciencias físico matemáticas donde esperé
entrar yo. El separarse de un mismo salón no tendría que suponer nada.
Seguiríamos siendo tan amigos como siempre, se suponía. Pero éramos unos
completos desconocidos, sin ser conscientes de ello. No nos calló el veinte
pronto. Pasábamos por los corredores y
nada, ni un hola, un chinga
tu madre, un piquete de culo, era como si nunca nos hubiéramos conocido. De
repente y sin avisar parecía que había llegado la madurez, porque todos andaban
con caras de serios, mirando por debajo del hombro a los de nuevo ingreso y a
los de segundo, que trataban de buscarnos para armar algún desmadre pero ya
nadie asistía. Crecer no es para tanto. No merece volverse serio y amargado. La
vida es lo que cuenta. Lo sé. Después del festejo del día del estudiante al
final de segundo año, fue como si se estacionara el invierno para siempre,
cuando todo era rojo, verde, azul, amarillo en nuestras vidas. Y bueno, no todo
fue malo, ahora me vengo a encontrar con Raúl El chato, después de no vernos
desde la primaria.
-El
chato: Estoy aquí para acompañarte amigo.
-Orozco:
¿Acompañarme a dónde?
-El
chato: ¿No recuerdas nada, de verdad?
-Orozco:
¿Recordar qué?
-El
chato: Lo último. Lo que no me acabas de platicar. Me has platicado todos tus
recuerdos, excepto el último. ¿Qué sucedió en el balneario?
-Orozco:
Bueno, el día del estudiante todos empezaron a beber, a comer y tomar el sol. Y
también a retarse para ver quien se aventaba de lo alto de un árbol viejo. Si,
ahora recuerdo que
César La flauta fue quien se tiró.
-El
Chato: ¿Y tú detrás de él?
-Orozco:
Si. Estaba un poco tomado pero…, me aventé por César porque no sabía nadar y
no
salía del agua. ¿Yo tampoco salí?
-El
Chato: Si ves a tu alrededor, el del féretro eres tú.
-Orozco:
Y Pedro está aquí también…