Anexo el siguiente caso criminal - clínico dentro del tema que he venido desarrollando de "Obediencia o Rebeldía", ya que el sistema político, económico, religioso que ha regido por décadas y continua vigente hasta la actualidad, siempre alternándose sus niveles de afectación en la población, pero sistemas de control finalmente, que no han sido ni son funcionales para el desarrollo integral del ser humano, en todos sus ámbitos, en especial de la salud mental. Por lo que el siguiente caso es representativo de cómo se llega a deteriorar la salud física, mental y espiritual cuando el humano se encuentra indefenso, sin las herramientas o el conocimiento básico para discernir, a merced de las manipulaciones y el control de terceros. Algunos, sin el conocimiento previo, preguntarán o cuestionarán ¿Cómo pudo la religión, la política o lo económico afectar a estas personas? e intentarán persuadirse de que es simple y llanamente falta de cordura, como si en la ruleta de la vida, nacieran locos, sabios, asesinos y santos. Parafraseando a Beauvoir diré, al igual que por tener un órgano sexual determinado, no se nace hombre o mujer, se llega a serlo.
De hecho el mismo sistema está diseñado para que las razones de fondo de casos como el siguiente no sean cuestionadas por las masas, minimizándolo, a través de sus mass media, a simples "pasajes desafortunados" de la vida, como algo "diabólico" o de casos de "derechos humanos" no respetados que desencadenan la furia.
Les dejo pues, con la reseña de los acontecimientos realizada por Guillermo Zimmermann, psicólogo. Miembro del Grupo de Estudios Psicoanalíticos de Santiago del Estero y que fue publicada en la revista PARLÊTRE.
Elan Aguilar.
Los hechos ocurren en 1933 en la pequeña localidad de Le Mans,
departamento del Sarthe, en la Francia de entreguerras. En la casa de la
familia Lancelin, el señor René no consigue abrir la puerta y se ve
obligado a llamar a las autoridades. El espectáculo que contemplan
cuando consiguen entrar no puede ser más aterrador. En la oscuridad
producto de un cortocircuito eléctrico se adivinan las figuras de las
dueñas de casa, Mme Lancelin y su hija Geneviève, brutalmente
asesinadas. Al parecer acuchilladas, las sanguinolentas figuras a las
que han sido reducidos sus cuerpos descansan frías e inertes en un
charco de sangre. Tejidos orgánicos cubren las paredes y las escaleras.
En el último escalón de ésta, metros por encima de los cuerpos, un globo
ocular intacto, con el nervio óptico completo como apéndice. Las
pesquisas policiales y la autopsia revelarían que los ojos de las
víctimas habían sido arrancados de sus órbitas cuando estas aún se
hallaban vivas, y con las desnudas manos como único instrumento “hecho
único en los anales de la criminología”.
Al subir al ático, los
espantados visitantes encuentran a dos mujeres abrazadas en la cama,
esperándolos. Lea y Christine, las criadas de la casa, “las perlas de
los Lancelin”; como las llamaban los vecinos, que envidiaban a sus amos
aquellas sirvientas tan dedicadas, tan recatadas, tan serviciales. “Las
hermanas Papin”, como las conocería el mundo.
Las sospechosas
confiesan sin dificultad ser las autoras de la masacre. ¿Quiénes eran
estas asesinas? Dos criadas humildes y laboriosas, cuya juventud había
transcurrido en conventos e instituciones públicas y hacía ya un tiempo
cumplían funciones en aquel respetable hogar burgués. ¿Algún móvil que
explique el espantoso asesinato? Ninguno, los Lancelin eran “patrones
irreprochables”, como declararía luego Christine.
Francia se
apasionará con la historia de las hermanas asesinas y se dividirá en
dos. Los más numerosos exigen que la justicia desenvaine sus filos, se
reclama una venganza ejemplar. En la otra vereda, la intelligentzia
marxista y surrealista toma la palabra y se adueña de la noticia
policial para defender sus ideas. Sartre y de Beauvoir transforman a las
dos hermanas en víctima de la lucha de clases. La prensa no descansa en
amplificar la trascendencia y el impacto social de este crimen, el arte
deforma y reversiona de mil maneras lo acontecido. Entre las
múltiples y a veces caóticas voces no estará ausente la del joven
psiquiatra Jacques Lacan, quien no mucho tiempo antes había publicado
“La psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad”, conocida
como “el caso Aimée” y encontrará en el historial de Lea y Christine
Papin la ocasión de continuar y extender sus tesis. Su posición será
contraria a la de los peritos oficiales del caso, que habían encontrado a
las hermanas Papin “completamente sanas y responsables de sus actos”, y
por tanto imputables; y será solidaria, en cambio, de la del Dr. Logre,
llamado al estrado por la defensa, quien reclama para las acusadas el
diagnóstico de Folie à deux o “locuras comunicadas”. (1)
¿Qué es una Folie à deux?
Para limitarnos a los esencial de este cuadro repasaremos las
condiciones muy precisas que deben respetarse para que se presente: Debe
darse el encuentro entre dos sujetos: uno activo, llamado caso
primario, casi invariablemente un paranoico, inteligente y seductor,
portador de un delirio que le impone a otro sujeto, sobre el cual ejerce
una influencia cierta. Este último, pasivo y receptivo, es
potencialmente sano pero se ve arrastrado por el delirio del caso
primario o inductor. Con la mayor frecuencia se trata de miembros de la
misma familia, madre e hija, cónyuges, hermanos o hermanas.(2) Es
necesario además que los dos sujetos constituyan una comunidad cerrada
con muy poco contacto con la realidad social exterior, y permanezcan en
estas condiciones un prolongado período de tiempo. Tal era el caso de
Lea y Christine: todos los testimonios coinciden en que no salían nunca,
ni aún en los días de descanso, excepto para ir a la iglesia a escuchar
misa los domingos. Utilizaban su tiempo libre en bordar juntas, solas y
recluidas en su pequeña habitación. Casi no conversaban con sus
patronas, la propia Mme Lancelin había impuesto esta condición; y ella
será, con funestas consecuencias, la primera en quebrarla. Todos los
análisis coinciden en que fue con su intromisión en la vida de las
Papin, defendiendo los derechos de las jóvenes ante su madre, Clémence
Papin, y ante todo mediante sus “observaciones” (recuérdese la
enucleación de la que es víctima más tarde) que se constituye como
objeto persecutorio para las hermanas.
Por cierto que el artículo de
Lacan no se reducirá a confirmar el diagnóstico. Allí llevará adelante
sus concepciones, aún preanalíticas o sociológicas, de la personalidad
como tensión social, y el acto paranoico como ajeno al sujeto. Por otro
lado, continuará sus indagaciones sobre la imagen del semejante como
constitutiva del yo, tesis que años mas tarde se generalizará a toda
estructura en “El estadio del espejo”, de allí que finalmente: “el yo
obedece siempre a una estructura paranoica”.
El comportamiento de las
hermanas Papin después del crimen despejó cualquier duda respecto a la
insanía de las acusadas. Durante los primeros cinco meses sus
testimonios parecen calcados, apenas pueden diferenciarse. Repiten que
“no recuerdan bien por que lo hicieron” solo exigen que las dejen estar
juntas. Los funcionarios judiciales están atónitos: “uno tiene la
impresión de escuchar doble” dirán, confirmando la expresión, un tanto
poética, que la psiquiatría había consagrado para esta enfermedad:
“almas siamesas”.
Pero después las cosas empiezan a cambiar. Se
revela que la pareja simétrica no lo es tanto; a partir del mes de
abril, Christine, seis años mayor, el “caso primario”, empieza a sufrir
crisis cada vez mas intensas que la deterioran rápidamente. Su objeto es
Léa, quiere verla, que se la lleven, tiene que hablar con ella. De poco
sirve la camisa de fuerza, Christine se arroja continuamente contra las
paredes, parece no comprender la realidad que la separa de su hermana.
Intenta arrancarse los ojos en reiteradas ocasiones. Su delirio pierde
toda sistematicidad, dando lugar a una intrusión de fenómenos
alucinatorios. La tortura principalmente la imagen alucinada de su
hermana “Lea, colgada de un árbol, con las piernas amputadas”. Se
reconoce aquí la fragmentación de su imagen especular, el cuerpo de su
hermana; correlativa a la desintegración de su yo y el colapso de sus
suplencias imaginarias. Finalmente la guardiana de la celda,
contraviniendo todas las consignas, le lleva a Léa a su celda. Christine
solo dirá: “dime que sí, dime que sí…” abrazando a su hermana con tanta
fuerza que deben separarlas. Desde entonces se hunde en un
desconocimiento total de su hermana, jamás volverá a nombrar Léa. El
cuadro virará hacia fenómenos melancólicos. En pocos años, en una abulia
psicótica terminal, Christine morirá de inanición, sin llegar nunca a
cumplir su condena.
Muy distinto será el destino de Lea: condenada a
diez años de trabajos forzados, sale de prisión en 1943, después de
haber manifestado una conducta ejemplar, y regresa junto a su madre,
Clémence, en cuya casa vivirá hasta el fin de sus días. Muere en 1982,
contando más de setenta años de edad.
(1) Diagnóstico reconocido desde hacía mucho tiempo por los clínicos.
Originalmente se remonta a las formulaciones de Lasègue y Falret (1873).
Los manuales actuales la reconocen bajo el nombre de Trastorno
psicótico compartido (DSM-IV) y Trastorno delirante inducido (CIE-10)
(2)
Es interesante considerar a esta estructuración participando también de
los casos más extremos de los fenómenos de masas. Se compondrían de un
conjunto de neuróticos identificados lateralmente y arrastrados en un
delirio persecutorio, ubicado con precisión en un líder paranoico.